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Todo fue gradual, si no, hubiera tardado menos en volverme loco.

Primero fue la sombra, y no me refiero a que fue un par de días atrás. No. Llegó mucho antes; cuando la masa roja y húmeda ocupó su espacio en el congelador, la sombra ya llevaba tiempo conmigo. Podría decirse que éramos cercanos, incluso.

Comenzó como un cúmulo de oscuridad en la esquina de la recámara, nada a lo que prestarle atención. Pero poco a poco se fue desplazando, transformando. Pasó de anidar en la esquina a habitar debajo de la cama, antes de que yo advirtiera su presencia ya sentía que sus dedos me acariciaban los tobillos al acostarme, que su lengua fría y larga me lamía las plantas de los pies y se enredaba alrededor de mis dedos cuando me levantaba de madrugada. Se deslizó a las puertas entreabiertas de las habitaciones con la luz apagada, a las ventanas sin cortinas, al reflejo de los espejos por la noche. No es que se moviera de un lado a otro, es que sin que yo me diera cuenta, lo ocupó todo.

Un día, mientras hablaba con Verónica —así es, la misma Vero que nunca te agradó—, algo tocó la puerta. O, mejor dicho, la rasguñó. Y no la de la calle, sino la de mi recámara. Fue tan fuerte ese ruido, como de patas arañando la madera, que incluso ella, al otro lado de la línea, lo escuchó.

Paró de contarme lo que sea que estuviera diciendo, y preguntó—. ¿Qué sonó?

Y yo, que de pronto había encogido las rodillas hasta el pecho y notaba el corazón bombeando en la garganta, no supe qué responderle. Desde que te fuiste, no tenía problemas de ratas. No lo sabía, y se lo dije.

Pude haberme levantado, pero permanecí ahí, observando la puerta. De pronto ya no me quedaban risas, y me aferraba a la respiración de Verónica al otro lado de la línea como único puente a la realidad. Tenía la sospecha de que en cuanto descuidara uno de esos dos sentidos, podría escuchar el lento girar de la manija oxidada. Que si miraba más abajo, a pesar de lo diminuto de la rendija que colindaba con las losetas, divisaría el brillo de un ojo observando desde la oscuridad del comedor. Y que si volteaba a la ventana, cuyas cortinas no me preocupé en cerrar, vislumbraría algo, cualquier cosa, que no me volvería a dejar dormir por el resto de vida, si es que me quedaba un poco.

Esa noche fue imposiblemente larga. Vero, tal vez reconociendo el pánico en la voz ahogada que apenas me pasaba por las paredes estrechas de la garganta, aguantó conmigo tanto como pudo. No sé si nos dieron las seis o las siete, pero sé que era invierno porque el sol se demoró demasiado en asomarse a través del concreto del edificio de al lado.

En ese momento continuaba sin saberlo, pero esa era la sombra. No sé si decir si observando como lo hacen los estudiantes de facultad con sus sujetos de prueba, o como los cazadores en medio del bosque.

Y aunque fue la primera manifestación de mi fiel compañera, la que la desató pasó no mucho después. Eran quizá las dos de la tarde, porque el sol entraba con fuerza por la ventana de la sala y yo lo aprovechaba para pararme descalzo y calentarme los pies. Entonces, otra vez tocó la puerta. Esta vez no con urgencia de roedor, sino con paciencia humana. Tres toques. Toc, toc, toc. Nudillos. Eco en la sala. Abrí sin pensarlo, creyendo que me encontraría con Verónica o con la única otra vecina del piso, que de vez en cuando se pasaba para ver si la podía ayudar a cambiar un foco o ponerle algo con el taladro. Me tardé dos segundos, el pasillo estaba desierto. Vacío, aunque quizá solo a mis ojos, pues ese día la dejé entrar y no se fue más.

Empecé a contarlo a diestra y siniestra, a mis amigos, a mi familia, a los tipos de La Capilla. Necesitaba respuestas, y creí que de ese modo podría encontrarlas. Al principio supongo que la gente solía pensar que estaba bromeando, pero después veían la seriedad en mi rostro, escuchaban el miedo en mi voz y se preocupaban por mí. Solían preguntarme si estaba durmiendo bien, si me estaba metiendo algo, si iba sobrio. Sí, iba sobrio. No, no me metía nada. Pero no estaba durmiendo bien. Odiaba reconocer esa expresión de ¡ah, con razón! en su cara. Detestaba que me contemplaran de ese modo, como un vagabundo delirante, antes de decirme que ese era mi problema: necesitaba dormir mejor. Que me veían más pálido, más flaco, algo demacrado.

Toda esta oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora