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La noche que te conocí, tenías el reflector de La Capilla sobre ti. Nunca antes te había visto, pero supe que seguro jamás eras tan magnético como con un micrófono en frente, y no me equivocaba. Cantabas tu propia versión de Zombie de tal manera que cualquiera hubiese pensado que las letras de llanto y bombas eran unas que te tocaban fibras personales, como si tú mismo la hubieses escrito; luego interpretaste tus canciones. Tenías una forma de alcanzar las notas más dulces y después desgarrarte la garganta, que solo te bastaba eso y tu guitarra para tener la atención de cualquiera en la habitación. No se decía muy a menudo, pero todos sabíamos que un día esa voz prodigiosa te haría famoso.

En cuanto te bajaste del escenario, el cuello te brillaba por el sudor y sonreías de una forma muy tuya, con una absoluta complacencia contigo mismo. No te eran propias las muecas de falsa modestia, ni en mil años podrías ser de los que dicen "no, ¿cómo crees?", cuando los elogian, sino de los que agradecen para acabar con un "yo sé". Esa fue una de las cosas que me llamaron la atención de ti desde el principio, que me encantaron. Hay algo en las estatuas, en su expresión distante, que te dice que están hechas para ser admiradas sin mirarte de vuelta, tanto así que ni siquiera lo esperas o lo pides, y creo que contigo era igual. Yo fui educado para decir gracias y no regodearme de más, mientras que tú parecías estar tallado bajo el cincel de los ídolos.

Me pediste fuego, y luego de hablar un rato me invitaste a salir para echar humo porque te tenían viciado el ruido y las luces. Aquella noche de sábado seguimos el mismo camino que la primera vez, y si bien las cosas eran diferentes, cuando te conduje escaleras abajo hasta el callejón y en medio de la oscuridad miraste hacia arriba, quién sabe si para ver la farola o las estrellas, no pude evitar evocar tu cabello cinco años atrás, corto casi al ras del cráneo, luciendo todas las perforaciones que te adornaban las orejas. Ahora los mechones negros no daban pie ni a que se te asomaran los lóbulos.

—Entonces, ¿bajo mis términos? —pregunté, y te tomaste un segundo antes de dejar caer la mirada y asentir con la cabeza—. Bien.

Extendí una de mis manos en tu dirección para pedirte la tuya, y ni siquiera lo dudaste antes de alzarla hacia mí. Llevaba años sin tocar tu piel, hubiese sido facilísimo que me perdiera en los viejos hábitos de recorrer tu palma y nudillos con las yemas de los dedos, pero lo resistí, y en su lugar levanté la manga de tu chamarra negra hasta el codo para descubrir el antebrazo.

Antes de que tuvieras tiempo de comprender lo que buscaba, llevé mi mano libre hasta mi boca para tomar el cigarrillo. Lo dejé caer del lado de la ceniza sobre la piel tersa y pálida, y lo sostuve ahí por un segundo tan largo que bien pudieron ser dos, hasta que tu cabeza conectó con tu sistema nervioso y te hizo apartar el brazo a toda prisa, siseando de dolor y contemplando el círculo humeante de carne al rojo vivo. Subiste la mirada, con los ojos más despiertos y la consternación pintada en todo tu rostro.

—¿Qué...? —Ni siquiera encontraste las palabras. Yo volví a llevar el cigarro hasta mis labios para continuar fumando, con toda la calma del mundo.

—Esos son mis términos. Cada una de esas vale por un minuto, tú sabrás cuántos te toma decir lo que quieras decir.

Presionaste la quemadura con la mano contraria, y una parte de mí, muy al fondo de las entrañas, se retorció de gusto al verte batallar para enlazar de nuevo tus pensamientos y ponerlos en orden. Y más me satisfizo saber que por más que me mirases como si estuviera desquiciado, no eras mucho mejor que yo, porque te quedarías el tiempo que hiciese falta, incluso si eso significaba dejarme reducirte a cenizas de a poquito.

—Y apúrate, que ya está corriendo tu tiempo.

Apoyé la espalda en la pared y traté de no mirarte de frente, porque no estaba dispuesto a dejarme perder o caer en alguno de tus trucos, que siempre aparecían en las esquinas más impensables.

Toda esta oscuridadWhere stories live. Discover now