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Vero se presentó muy temprano por la mañana al día siguiente, no solo tocando la puerta, sino gritando mi nombre para que me apurara. Incluso antes de abrir los ojos, una parte de mí ya tenía el presentimiento no solo de que vendría, sino el porqué. Con toda probabilidad, fue esa la razón por la cual me costó tal trabajo conciliar el sueño, más allá de mis frecuentes insomnios; era eso o que estuviese esperando a que la sombra se apareciera para darme algunas de las respuestas que supliqué hasta las tantas de la madrugada, como que viniera a decirme si acaso se refería a ti cuando me advirtió que algo, lo que fuera, ya venía.

Aunque también estaba sobre la mesa la posibilidad de que lo que me mantuvo ese tiempo en vela fuese la perturbación que me provocaste al estar tan cerca, el inhalar profundo y aún sentir a mi alrededor tu aroma atascado en mi cabello, como una suerte de planta enredadera de pantano, que no pretendía soltarme hasta estar segura de que mis pulmones estaban llenos de lodo. Que ya estaba muerto.

Aunque si quieres que sea honesto, también existe una tercera posibilidad, y esta es que cada vez que cerré los ojos con la esperanza de encontrarme con un sueño tan profundo que se pareciese más a la muerte que al descanso, todo lo que vi fraguado en mis párpados eran las quemaduras que ahora te atravesaban esa piel pálida, la forma en que interrumpan el sendero cerúleo de tus venas. Esos antebrazos adornados con el rojo brillante que con el pasar de las horas y los días se volvería marrón, me arrebataron el sueño. El cuello esbelto, con esa marca que quien no te viera con detenimiento podría confundir muy fácil con el rastro de un beso acalorado. Había calor, eso no puedo esconderlo, y a veces la ceniza se parecía mucho a las caricias.

Me descubrí dándole demasiadas vueltas a lo sucedido, solo para caer en cuenta de que había disfrutado muchísimo haciéndote daño. Que reconocer el dolor en tu voz y tu cara cada vez que te quemé con el cigarro me provocó un sentimiento alarmante en la boca del estómago, uno muy parecido al que ahora me invade cuando abro la puerta del congelador y me golpea la brisa helada que arrastra el aroma de la sangre; cada vez que deslizo la lengua por la superficie resbalosa de los músculos.

Casi sin mi permiso, mi imaginación divagó más tiempo del debido en esos claroscuros demasiado puntiagudos como para recorrerlos en plena libertad. Pensé en marcarte no con fuego, sino con acero. Con ver brillar no solo tus ojos, sino el filo de un cuchillo, o la primera gota de sangre que se escurriera y serpenteara alrededor de tu cuerpo, como no queriendo abandonarlo, antes de estrellarse contra el suelo. En cierto punto, la idea de provocarte un sufrimiento que te instara a dejar atrás los siseos para dar paso a los gritos y las plegarias, fueran estas ya sea "sigue" o "detente", incluso me puso duro. Claro que a Verónica no le dije eso, sino que no pude dormir por las pesadillas, lo cual no era del todo mentira. La línea entre mi angustia y mi deseo se parece más a una cadena que a una pared, y más cuando va a tono con tus ojos en mis sueños.

Por supuesto, lo primero que me preguntó fue qué había sucedido la noche anterior, pues incluso después de que termináramos nuestra conversación, si se le puede llamar así, me tomó un buen rato componerme lo suficiente como para regresar a La Capilla con una sensación de dignidad intacta. Cuando lo conseguí, empero, fue nada más que a despedirme y decir que ya me iba. No les di más explicaciones porque me escaseaban las palabras y me sobraba todo lo demás, así que a Verónica solo le dije que le contaría después. Esa mañana tan temprano era su autoimpuesto "después", y yo no iba a pelear al respecto.

La recibí en pijama, ella entró y tomó asiento en el sofá, cruzó las piernas envueltas en medias de red, se arregló el cabello encendido en fuego y me contempló como si mi sala fuera el set de un programa de entrevistas y se me estuviera yendo el tiempo para comenzar a hablar. No tenía mucha idea de la hora exacta, pero el sol ya se colaba por la ventana, por lo que debía rondar el medio día; olía a perfume y sol.

Toda esta oscuridadWhere stories live. Discover now