Capítulo 8

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Capítulo 8

No estás sola.

Fina Valero.

Pues, como quien no quiere la cosa, aquel miércoles 3 de julio, acababa de chuparme la segunda guardia de la semana. Y ni siquiera había tenido que acudir al hospital.

Estuvimos a punto, de hecho.

La segunda vez que Marta perdió el conocimiento aquella mañana estuve a punto de llamar a la ambulancia, porque el síncope le duró mucho más de lo que una situación de esas características debe durar. Y yo, como médica, no estaba dispuesta a que todo se me fuera de las manos. Pero esa segunda vez logré, o, mejor dicho, logramos que Marta se recuperarse con algo más de fuerza.

Cayó redonda, como dice Carmen, en cuanto supo procesar la información que le estábamos haciéndole llegar con las fotografías de la hemeroteca. Y es que, a pesar de no estar viviendo supuestamente en su tiempo, Marta era capaz entender muchas de las situaciones que se nos presentaron sin que tuviéramos que explicárselo con mucho detalle. Le bastaba una mirada para entender, o al menos, llegar a las mismas conclusiones que nosotras. Tardó en volver en si unos dos o tres minutos, pero cuando lo hizo, lo hizo completamente desorientada y con un llanto que no iba a tardar en volver a pasarle factura. Apenas unos quince minutos después, mientras seguíamos tratando de que se recompusiera, Marta volvió a perder el conocimiento. Pero esa vez, como ya digo, asustándome de verdad.

El sudor bañando todo su cuerpo, la palidez en su piel y el tiempo que estuvo ausente, me puso histérica. Si en ese instante no llamé a la ambulancia fue porque Marta, cuando volvió en sí, recuperó su color natural y las pulsaciones en su pecho se mantuvieron estables. Sobre todo, después del vaso de coca cola que Carmen la obligó a tomarse, porque decía que un chute de azúcar la devolvería a su estado. Y no le faltó razón, aunque no era precisamente ese el proceso más recomendable para un paciente en su estado.

No fui yo la médica ahí, fue ella. Y casi que lo agradecí. Porque yo, lejos de ser todo lo competente que debo mostrarme en una situación así, me sentí completamente sobrepasada. No era capaz de reaccionar como solía hacerlo, y creo que me temblaron partes de mi cuerpo que ni siquiera sabía que pudiesen temblar. El miedo me superó. Y si no llega a ser porque Carmen también estaba allí, probablemente habría terminado colapsando del mismo modo que Marta.

Pero después de ese último síncope, con el chute de azúcar en el cuerpo y algo más de calma, Marta logró recomponerse físicamente. Aunque no lo hizo mentalmente. Algo lógico, por supuesto.

Lloró. Lloró y lloró durante no sé cuántas horas. No paraba de llorar, y Carmen y yo completamente desesperadas por no lograr calmarla. Desde las 10:30 de la mañana, aproximadamente hasta casi las dos de la tarde, llorando, hecha un ovillo en el sofá y sin ser capaz de enlazar dos frases continuas. Logramos que al menos se tomase una sopa que Carmen le preparó, porque se negaba a comer algo más. Decía que no le pasaba la comida. Y yo la creía. Dicen que, físicamente, una persona no puede llorar más de 12 o 13 minutos seguidos, que no puede estar tanto tiempo desprendiendo lágrimas porque el cerebro se activa y considera que es un peligro de deshidratación para el cuerpo. Pues Marta lloró tantas lágrimas que estoy convencida de que lo único que le entraba era la sopa porque así, de ese modo, iba a poder seguir llorando.

La escena era de película. Carmen caminando por todo el piso, mirando las fotos, abriendo el ordenador, buscando en su teléfono. Yo, sentada en la mesita frente al sofá, mirándola a ella, asegurándome que su pulso y la tensión se mantenían estables cada media hora. Y Marta en el sofá, envuelta aún en el albornoz y con un llanto inaudible, del que solo podíamos observar sus lágrimas. A las tres de la tarde, justo después de lograr tomarse la sopa, su cuerpo se dio por vencido y un tímido sueño la acusó, permitiéndole un breve respiro de calma. A mí también, para no mentir. Fue ver como su respiración se pausaba y las lágrimas dejaban de cesar, y me sentí algo liberada. Aunque Carmen no debió pensar lo mismo tras ver que me quedaba allí sentada, frente a ella, por algunos minutos más. Simplemente observándola.

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