Capítulo 14

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Capítulo 14

Rutina.

Fina Valero.

Casi había empezado a convertirse en una rutina.

Abrir los ojos con las primeras luces del día, ver que Marta no estaba en la cama, salir al salón y encontrarla sentada en la terraza, en calma, mirando el mar y esperando mi "buenos días" al que ella respondía con un "hola, dormilona", y su sonrisa más encantadora. Una caminata por la orilla de la playa, la visita aquel día a la lonja del puerto donde algunos barquitos del pueblo llegaban con la pesca del día, la charla, las risas, una carrera improvisada de solo unos metros para demostrarle que mi fondo físico era patético, y ella estaba en plena forma. Las gaviotas, los chicos del gimnasio, y la parada en uno de los bares de debajo del piso para dar cuenta de un buen desayuno. Curiosamente, fue ahí donde vivimos uno de los momentos más emocionantes, tanto para mí como para Marta, que al fin entendió que las leyes en este país habían cambiado, para bien.

Una pareja. Dos chicas monísimas sentadas en una mesa contigua a la nuestra que hablaban con total naturalidad mientras desayunaban, y se regalaron un par de besos antes de marcharse tomadas de la mano. No necesitó más para entender que tenía razón cuando le dije que no debía preocuparse por mi orientación.

Debo confesar que su gesto al presenciarlo con algo de sorpresa y, yo juraría que emoción, me provoco una ternura infinita. Y la sonrisa que me regaló después aún más. Yo, la verdad, sentí envidia al verlas. Pero procuré que no se me notase.

Era el segundo día que lo hacíamos, que salíamos a caminar junto al mar y para mi había empezado a convertirse en una rutina maravillosa. Porque otros años atrás mis paseos por la playa eran en solitario y a modo de terapia. Es algo sabido que estar sola frente al mar te sana, te ayuda y te regala un chute de energía, aunque hayas nacido en una llanura en pleno centro de Castilla-La Mancha. Da igual, el mar siempre cura a aquellos que lo van a visitar, y a mí siempre me ha ayudado. Pero hacerlo en compañía es otra cosa. Y si esa compañía era Marta, ya todo cobraba un sentido diferente.

El lunes 8 de julio amanecimos en el piso Claudia, Marta y yo. Carmen, aprovechando los escasos 100 kilómetros que nos separaban de su ciudad de nacimiento, fue a visitar a sus padres y a pasar la mañana con ellos antes de nuestro último día en Barbate. Nosotras decidimos quedarnos en el piso, pero no porque no quisiéramos ver a la familia de Carmen, por supuesto, sino porque la tarde del domingo nos sucedió algo que no esperábamos. O bueno, quizás yo sí lo esperaba dejándome llevar por mi vocación de médica.

¿Sabéis que sucede cuando una persona resacosa decide pasar la tarde en la playa durmiendo al sol e ignorando las reprimendas de sus amigas? ¿Sí? ¿Lo sabéis? ¿Y sabéis qué pasa si esa persona decide que la mejor manera de dormir al sol es hacerlo casi sin protección, y con las tetas al aire?

Si no lo sabéis, ya os lo digo yo. Lo que pasa es que te achicharras, te asas, te fríes, te tuestas al sol. Que te quemas con pronóstico de quemadura de primer grado y pasas las 24 o 48 horas siguientes lamentándote y queriéndote bajar de la vida.

Le pasó a Claudia, por supuesto. Y solo con ver como tenía la parte frontal de su cuerpo la noche anterior, supe que esa mañana del lunes lo iba a pasar realmente mal.

No me equivoqué.

Eran las 11 de la mañana cuando se dignó a levantarse. Marta y yo ya habíamos regresado de nuestra peculiar rutina y nos habíamos montado una pequeña oficina de investigación en la terraza, donde habíamos empezado a trazar un plan después de que Carmen nos avisara de que la guía de la ruta de los lugares mágicos de Toledo había aceptado su petición. Que íbamos a poder reunirnos con ella en esa misma semana. Claudia apareció en mitad del salón en braguitas, caminando como uno de los zombis de The Walking Dead, y el lamento reflejándose en su cara.

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