Cuando Eros por fin logró abrir los ojos, la luz lo cegó tan fuertemente que le provocó jaqueca. La habitación estaba húmeda, él no podía respirar bien. Sentía ardor en todo su rostro por la bolsa áspera que lo había acompañado todo el camino. No había sido nada agradable el traslado cuando despertó al menos unas tres horas antes.
No sabía muy bien lo que había pasado, recordaba a la perfección el grito de alerta de sus soldados, su corazón desbocado ante la adrenalina que impulsaba su cuerpo. Así como también recordaba no haber sido capaz de dar más de dos pasos fuera de la puerta de su oficina, la antigua oficina de su padre, cuando una bomba de humo lo cegó e hizo que todo después fuese solo oscuridad.
Había despertado, entonces, en medio de un bamboleo. Un navío, quizás, o por lo menos un bote. No fue capaz de saberlo. Pero en ese momento, cuando finalmente le habían quitado la bolsa de su cabeza y podía ver a su alrededor, Eros supuso que estaba dentro de algún calabozo en un barco. Las paredes blancas estaban llenas de óxido que se caían a pedazos, la luz era tan solo proporcionado por un tragaluz en el techo, el cielo despejado lleno de gaviotas volando se asomaba por ahí.
A su vez, el movimiento de las olas del mar bajo ellos tenían mareado a Eros; el vibrar del motor solo alimentaba su miedo de estarse alejando cada vez más y más de la costa más cercana.
Sin embargo, Eros dejó de mirar por un momento a su alrededor para fijarse ahora de la persona frente a él.
Alberto.
Tras él, tres guardias se fundían junto a las viejas paredes y miraban con enorme severidad a Eros bajo sus pasamontañas. Eros no se sentía intimidado de ninguna forma, pero debía admitir que el corazón lo sentía desbocado ante el miedo de no saber dónde estaba o, siquiera, si sería capaz de salir de allí en algún momento. Una punzada como la de un aguijón se clavaba en su pecho al imaginarse a su esposa, Alyssa, en algún lado, sufriendo lo mismo que él.
—Miren quién despertó —dijo Alberto con voz burlona, su mirada llena de rabia y satisfacción—, el gran Eros Caruso: el rey terrorista que trató de desafiarme.
Eros levantó su cabeza para mirar a Alberto a los ojos, bufando al oír el tonto término de ajedrez—. ¿Rey? Difícilmente soy un rey. Pero, ¿y tú, Alberto? ¿Te crees rey? —Alberto se encogió de hombros, disfrutando de apenas caer en las trampas de Eros—. Pues, lo reyes caen mientras que los soldados sobreviven y se mantienen de pie.
Alberto soltó una risa amarga, evaluando de arriba abajo a Eros. Desde sus zapatillas deportivas, que Eros desearía haber cambiado por botas antes de desmayarse, hasta su rostro ceniciento y determinado.
—¿Y qué te hace pensar que el pobre peón, que toda su vida fue condenado a morir en batalla por su propia madre, tiene alguna oportunidad ante el rey? —El corazón de Eros se frenó durante un segundo—. ¿Qué? —preguntó Alberto con sorna—, ¿creías que a los Anzola nos llamaban "los reyes de los secretos" por nada? Sé todo por lo que tus padres te hicieron pasar, y estoy casi completamente seguro que tu madre y tu padre no murieron por veneno. ¡Tú los mataste!
Eros sacudió su cabeza. Debía desviar el tema; él sabía que Alberto trataría de torturarlo con las palabras. Si Eros se dejaba influenciar por lo que decía, podría sucumbir con rapidez ante su tortura si Alberto decidía manipularlo con su pasado.
—Mis soldados deben estar por venir por mí, esto no quedará así...
—Eros, seamos honestos: no tienes idea de en dónde estamos, estoy seguro que ellos tampoco. Y tú estás atado como un perro, solo; un asesino de jefes que buscaba tener lo que nunca estuvo a su alcance. Mientras que yo tengo el control total y la verdad en mis manos —Alberto sonrió, comenzando una ligera caminata alrededor de Eros, como demostrándole la forma en que su cuerpo podía moverse con libertad mientras Eros apenas y alcanzaba a respirar. Inclinándose hacia Eros, comenzó a encender un cigarrillo que había descansado en su bolsillo—. ¿Sabes lo que nos gusta hacer con los traidores y terroristas?
ESTÁS LEYENDO
LA ASESINA DE LA MAFIA © || [+21]
Romance**HISTORIA 1** Silvia definitivamente no tenía la vida normal de cualquier joven mujer; ella era una asesina a sueldo, un sicario, que cometió el peor error de toda su vida: falló una bala. Con tan solo diecisiete años, tuvo que huir junto a su mejo...