Ahora: Diecinueve.

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Él me pide que me quede aquí, en su cama a la par de él, pero me sorprende al no satisfacer su propio deseo inmediatamente. Su cabeza descansa en mi pecho; mi corazón golpea locamente debajo de su oreja.

—Estabas enojada cuando viniste —él dice—. ¿Por qué?

Aguanto mi respiración. ¿Cómo lo supo?

—Sácalo. Te enviaré afuera si no puedes decirme lo que piensas.

Sofoco un grito de asombro, hablando antes de que pueda considerar mis palabras: —No me hables tan duro cuando estoy en tus brazos desnudos. Fuimos amigos una vez, ¿no?

Mi garganta se aprieta. ¿Qué acabo de decir? ¿Y al príncipe coronado?

Junto a mí, él se congela y luego, después de un suspiro, se relaja. —Un hábito —él admite, corrigiéndose—. Un nuevo, y muy mal hábito. Por favor, Cath. ¿Por qué estabas tan contrariada?

Cierro mis ojos, atreviéndome a deslizar una mano sobre su hombro. Debajo de mi palma, él se tensa, temblando. —Mandaste a tu mayordomo para que me retirara de la taberna a plena luz del día —le recuerdo—. Los sirvientes, mi Señor. Ellos hablan.

—Diles que hice que tú me trajeras mi comida. Diles que te encuentro bonita y tú me encuentras raro. Diles que te observo desde una esquina oscura mientras tú sirves mi cerveza y cortas mi pan.

Sus ojos se burlan.

—Usted no toma cerveza.

—Pero sí que lo hago. A escondidas. —Él acaricia mi pecho con su nariz. —Ahora puedes traérmela directamente.

—No puedo.

—Tú eres la chica más bella del reino, Cath. Cada hombre, incluso el rey quiere profanarte en su cama. Diles que estoy fascinado. Nadie va a dudar de esa historia y no te dejará en ruinas.

—No, eso solamente me tacharía como una fanfarrona. —Muerdo una sonrisa, atrapando mi labio en medio de mis dientes. —Tú esperas arruinarme. Lo sé.

—No lo espero —su voz es baja—. Pero admito que quiero hacer cosas malvadas contigo. Nunca podría alejarme, incluso si lo intentara.

Quito mi mano de su hombro, poniéndola sobre mi pecho. Por mucho que mi corazón amenaza con estallar en polvo de estrellas cuando él dice eso, quiero no estar de acuerdo con él. Él se mantuvo lejos casi diario por años.

—Y tú —él dice, más bajo ahora. —Tú viniste por tu propia voluntad. Douglas ya no va a buscarte para que te acuestes conmigo.

No sé qué decir. El privilegio en sus palabras me abruma como un corcel al galope. Decirle que me siento obligada es una mentira. Decirle que deseo su tacto me destruiría.

—Mírame —me exige. —Di lo que piensas.

Le hago la pregunta que ha estado golpeando mi mente por semanas. —¿Por qué me trajiste de nuevo mi Señor, la segunda noche? ¿Cuándo claramente no me deseaste la primera?

Su rostro se convierte en una máscara de indiferencia. — ¿Tú piensas que no te deseé la noche en que sangraste?

—Apenas me miraba.

Él se queda quieto. Una nube de tormenta se construye en sus ojos verdes.

Comienzo a hablar. — ¡El mayordomo insistió en que lo hicieras! Él te forzó.

—Cath. Suficiente.

Sintiéndome más valiente, comienzo: —No viste mis ojos cuando me tomaste. No me preguntaste. No querías saber si-

— ¡Suficiente! —él ruge, subiéndose encima de mí y alcanzando mis muñecas, deteniéndolas por encima de mi cabeza. —No quiero hablar de esa noche ni de lo que hice. Estás aquí ahora —él gruñe. —Sientes placer debajo de mi tacto. Lo sé.

Su pecho se agita con fuertes suspiros, su mirada arañándome el rostro, mi cuerpo desnudo.

Agarra mis muñecas con una de sus grandes manos y usa la otra para tomarme entre mis piernas, gruñendo crudamente en satisfacción cuando él me siente de nuevo, húmeda e hinchada.

Empujando sus pantalones solo lo suficiente como para liberarse, él está dentro de mi sin algún otro sonido, empujando y empujando y empujando hasta que termina con un aullido torturado. Él sale fuera de mí, su cabello desordenado y sudoroso, su pecho agitado. Con una mano presionada a mi espalda, él me tira abruptamente fuera de su cama.

Lucho en el suelo, reuniendo mi ropa y poniéndomela de nuevo, luchando contra las lágrimas de confusión.

Él es primavera e invierno. Él es té caliente y pan polvoriento.

El príncipe se sienta a la orilla de su cama, su cabeza en sus manos. Él no mira como su semilla se derrama por mi pierna, no mira como intento limpiarme a mí misma con mi vestido sucio.

Mi furia está rugiendo, como una espumeante ola solamente eclipsada por mi humillación.

—Me voy a como vine —siseo—. Lívida y no volveré por mi propia voluntad de nuevo.

En la puerta él me detiene con su orden: —Regresarás esta noche como ya es usual, Cath. Estás aquí para mi placer. Te hará bien recordar eso.

No Fury (Español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora