Capítulo 1: La puerta escarlata (e)

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Espero que estéis preparadas para una nueva aventura llena de hechizos, romances y traiciones.

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Capítulo 1: La puerta escarlata

En la casa reinaba el silencio. Nada raro, pues era de noche. Todo el mundo estaba en sus camas, durmiendo. Soñando. A pesar de que parecía una velada como cualquier otra, los caballos relinchaban intranquilos en sus establos. Algo en el ambiente no acababa de encajar. Era como si una pieza, de un puzle incompleto, se estuviera colocando a presión en un lugar erróneo. Simplemente, no cuadraba. Había cierta tensión. Cierto miedo.

En el cielo, sobre las tejas teñidas de verde por la humedad, se podía ver la luna sonriendo en la oscuridad. Allí, en lo más alto del firmamento, la misteriosa silueta menguante brillaba con más fuerza de lo habitual. Iluminando con su luz fría cada rincón de aquel, aparentemente, tranquilo hogar.

De pronto, un grito. Uno lleno de dolor que logró acabar con la calma del lugar. Poco a poco, todas las luces de la casa se fueron encendiendo. Parecían fichas de dominó cayendo, una tras otra, sin control. Después llegaron los pasos frenéticos. Todos iban, de un lado al otro de la casa, con prisa. A pesar del caos, de toda esa gente corriendo por los pasillos, existía un orden. Cada persona sabía que debía hacer. Cada sujeto sabía cuál era su papel en aquella confusa obra de teatro.

Las criadas, vestidas con sus camisones blancos y despeinadas, llevaban veloces todo lo necesario en sus manos. Una llevaba una pila de mantas. Otra, a su lado, varios cuencos vacíos. Tras ellas, de mano temblorosa, les seguía la más joven que llevaba como podía una jarra llena de agua que no cesaba de salpicar el suelo. La más mayor de todas, llena de canas y rostro severo, las perseguía dando órdenes sin parar.

Al otro lado de la mansión, en el piso de abajo, un joven con prisa ataba como podía su cabello rubio cenizo con un lazo que acabaría por deshacerse. Sin pausa corría hacía los establos con expresión preocupada. Al llegar a la última de las cuadras, montó sobre su caballo y salió veloz hacía el pueblo.

El animal resoplaba entre sus piernas cansado. Se trataba de un hermoso ejemplar, de raza hispano-árabe, con un pelaje brillante achocolatado y porte firme... Sin lugar a dudas era el caballo más rápido del valle. Los cascos parecían tronar contra el suelo, y el fuerte viento no le dejaba ver con claridad el oscuro camino que tenía por delante.

A pesar de las dificultades el único pensamiento que habitaba en la mente del chico, repitiéndose sin cesar, era la dirección que le había dado su padre Antonio minutos antes: «Frente a la iglesia de San Andrés Apóstol. Llama a la puerta pintada de rojo...».

La puerta de rojo... Según la biblia, un signo de protección divina. En la mente confundida del muchacho resonaron las palabras y el versículo que el sacerdote de la parroquia gritaba los domingos en la misa y sin darse cuenta su boca comenzó a murmurar las distraído.

«El Señor pasará a castigar a los egipcios, pero al ver sangre en el dintel y en las dos jambas, pasará de largo y no permitirá al exterminador entrar en vuestras casas para matar. Éxodo 12:23».

Signo de seguridad, buena suerte y fortuna. Justo lo que necesitaban en esos momentos.

Al llegar a la plaza frente a la iglesia, y todavía sobre el caballo, sus ojos buscaron nerviosos la puerta correcta. Su mirada verde, con tintes ámbar bajo el sol, se paró en seco al encontrar lo que, con tantas ansias, había estado buscando. Bajando de un salto, recorrió los pocos metros que le separaban de aquella escarlata salvación. No llegó a dar ni dos golpes a la madera, cuando esta se abrió de golpe. Tras ella apareció una mujer de cabellos tan negros, como una noche sin luna, perfectamente trenzados y recogidos en un moño alto.

La chica de la Media Luna (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora