Capítulo 4.

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<<Melancolía. Terrible sentimiento que inunda el alma mía al no tener más tu presencia. Melancolía. Estúpida sensación que crea un vacío en mi interior en el espacio que a tus recuerdos pertenecía. Melancolía. Absurda reacción que confundo con tristeza, cada vez que el viento acaricia mi rostro con una caricia que debería provenir de tus manos; cuando el trino de las aves opaca el eco lejano de tu voz en mis oídos; cuando el brillo del sol no refleja la intensidad que tenía cada una de tus sonrisas. Cuando lo único que queda de mí, después de tu partida, es nada, absolutamente nada. Melancolía. Melancolía… melancolía.>>

De nuevo las pesadillas interrumpían su sueño, haciéndola despertar con el corazón desbocado, el cuerpo perlado de sudor y los ojos anegados en lágrimas; buscando en el espacio vacío de su cama, el consuelo y abrazo que sabía perdidos.

Pero no eran pesadillas. Eran recuerdos. Crueles recuerdos que intentaba mantener al margen de su memoria durante todo el día, y que terminaban venciéndola por la noche. Hacía ya casi cuatro años de aquello.

Ella había sido –durante sus años de juventud–, una chica rebelde y revoltosa. Le encantaba ayudar al mundo y creía que la mejor manera de hacerlo era diciendo lo que pensaba, esperando que sus palabras permitieran abrir todos aquellos ojos que permanecían ciegos ante el sufrimiento de algunos. Así lo conoció a él.

Al principio no congeniaron. "Se detestaban", le decían a todo el mundo, pero era simplemente una charada.

Poco a poco la rebeldía y fuerza de ella, sucumbieron ante la ternura y afán de protección de él.

Ella era una mujer que no necesitaba la ayuda de nadie. Independiente, inteligente, con un carácter inquebrantable, y una belleza sublime, poco podía requerir de los demás.

Él por su parte, era un hombre acostumbrado a la caballerosidad y gentileza hacia las mujeres, alguien que no podía creer que una dama no necesitara de un hombre a su lado.

Verla tan auto suficiente, le había parecido algo increíble. Pero después se dio cuenta que en realidad, aquella poderosa fuerza que irradiaba de ella no era más que una coraza de protección que se había creado para que nadie la lastimara.

Muy en el fondo, ella era una mujer como cualquiera otra y, con el paso del tiempo, él logró aceptar que no buscaba un príncipe azul que asesinara dragones para protegerla, sino a un hombre que le mostrara respeto y le diera la confianza suficiente para derribar sus barreras auto impuestas. Alguien con quien poder ser la mujer que en realidad era. Un hombre que le diera protección sin negarle aventuras. Un hombre que la dejara ser quien era. Alguien que la complementara y a quien pudiera complementar.

Se amaron con locura. Uno era la extensión perfecta del otro. Él la protegía en silencio y ella llenaba sus días de luz y alegría.

Cuatro meses después de haberse conocido ya vivían juntos. Eran felices, inmensamente felices, aun cuando aquel grupo de ancianos, encabezados por el odioso Tío Andrew, opacaron muchas veces su felicidad.

Tomy era uno de los herederos naturales de una poderosa familia, de la que jamás hablaba. Un hombre que por formar parte de ese grupo aristocrático, debía seguir ciertos cánones que le negaban la posibilidad de ser el Tomy Canet que Andy tanto amaba. Él era la oveja descarriada, el rebelde, el que prefirió dejar atrás riquezas y lujos, para ser libre.

Y lo fue. Disfrutó su vida. Se regocijó con las bondades de la juventud y conoció el amor, al lado de aquella pecosa de ojos verdes que fue la dueña de su alma hasta que aquel día –un frío día de otoño–, una de sus tantas aventuras se convirtió en la más terrible de las tragedias.

BeirlatWhere stories live. Discover now