Los cuentos de la abuela

28.7K 527 137
                                    

Los cuentos de la abuela

por Hugo Ramos

Llegué al cementerio de Carhué después de manejar nueve horas. Desde la ruta, vine directamente, no podía esperar.

En la entrada compré unas flores para mi abuela, y entré en busca de su lápida.

Ahora, ya en el camino de piedras rojas que recorre el cementerio, me cruzo con una pareja de mediana edad, que marcha lentamente hacia la salida. El hombre se desplaza con muletas, y la señora "debe de tener algún problema de cadera", me digo al verla caminar.

Recuerdo la última vez que vi a mi abuela, yo tenía diecinueve años. Hasta ese entonces pasaba todos los veranos en Carhué. En ese viejo caserón que mi abuelo construyó con sus propias manos: con ladrillos de adobe, techo de chapa y una extensa galería donde jugaba con mis primos. Como en una película en blanco y negro, se proyectan en mi mente borrosas escenas entrecortadas, pequeños fragmentos editados de una niñez feliz y lejana; me veo junto a ellos correteando por ahí.

En Carhué pasé momentos inolvidables; veranos llenos de fútbol, de manchas y escondidas con mis primos y amigos del campo, de las tardes sin siestas, en la laguna. Y el recóndito recuerdo de un amor adolescente, tallado en un viejo banco de madera en la estación de Epecuén, sumergido en la inundación del '85.

No sé por qué dejé de venir a Carhué. La vida va creando nuevos caminos y uno los transita, cuando te das cuenta, estás perdido en una maraña de autopistas y no sabés para donde tenés que agarrar. Qué sé yo, la cuestión es, que no vine más... hasta hoy.

No fue difícil encontrar la tumba de la abuela: mis primos hicieron un gran trabajo -me lo habían advertido-. En una vitrina construida especialmente sobre la tumba, distinguí la gran pava de los cuentos.

Como si fuese ayer, evoco aquellas noches, después de cenar. Porque después de cenar venía lo mejor, el clásico de los veranos: los cuentos de la abuela.

Con mis primos nos sentábamos en el piso de madera frente a ella, que ocupaba su sillón favorito. Majestuosa, junto al fuego -en verano, el hogar a leña se encendía por las noches-. Se apagaban todas las luces... el hogar proporcionaba la atmósfera ideal, y el fuego inquietante de la leña, proyectaba con movimiento ondulante nuestras sombras, sobre la pared de la cocina.

No conocí a nadie que contara cuentos como mi abuela: el tono preciso, la justa pausa para el suspenso, el cambio inesperado de la voz, los gestos con las manos y la mirada encendida. Era simplemente maravillosa. No había libro, película o programa de televisión que se le comparara. De su boca salían historias que erizaban la piel y ponían los pelos de punta. La luz mala, el lobizón, el gaucho sin cabeza, el fantasma del viejo Jiménez y cientos de personajes. La imaginación inagotable de la abuela los soltaba entre las cuatro paredes de la escalofriante cocina. Al mismo tiempo, nos cebaba unos mates bien camperos con la vieja y enorme pava negra, quemada por el fuego del hogar.

Dejo las flores sobre su tumba y, arrodillado frente a ella, me largo a llorar como una criatura.

Me interrumpe un nene de unos ocho o nueve años, que juega con un volcador Duravit imitando con la boca el ruido del motor. Juega en la tumba de al lado.

Ya no se fabrican juguetes como esos. Yo solía jugar en la casa de la abuela con un camión igualito a ese, de color rojo, como el del nene.

Está solo. Me llama poderosamente la atención.

Me pongo de pie. Seco mis lágrimas con la manga de la camisa.

-¡Hola! -le digo al descolorido pibe-. ¿Cómo te llamás? ¿Estás solo? ¿Y tus padres?

Los cuentos de la abuelaWhere stories live. Discover now