La Vieja Vizcacha

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La Vieja Vizcacha

por Hugo A. Ramos Gambier

El sol nos acompañó y alentó en un informal picadito de fútbol con mis primos, en casa de la abuela, durante toda la tarde. Luego, fue cayendo detrás del maizal, lentamente. Alargaba las sombras y nos regalaba el momento propicio para jugar a las escondidas.

-¿Quién cuenta? -dijo Carlitos.

-¡Piedra, papel o tijera! -gritó Sonia. Y, como siempre, perdieron: contaban las chicas.

Enseguida, Carlitos y yo corrimos a escondernos en el fondo.

Con mi primo, siempre creímos que el terreno de la abuela terminaba en el alambrado del fondo, cubierto por una espesa enredadera trepadora que no dejaba ver nada más allá.

Fue toda una sorpresa descubrir aquella puerta de alambre, camuflada entre tanta maraña de hojas. Pero lo más sorprendente estaba del otro lado.

Cuando cruzamos, quedamos frente a una pequeña casa. Una casita caída en el abandono. La enredadera revestía el patio como una alfombra, parecía un monstruo de hojas verdes que ya había trepado buena parte de la vivienda y se la iba tragando.

Caminamos sobre las hojas hasta la puerta. La abrimos y distinguimos un bulto sobre una silla en el centro de la cocina. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad nos dimos cuenta: era una vieja. Sentada, en silencio, totalmente a oscuras. Iluminada a medias por la escasa luz que ingresaba con nosotros. El pestilente olor a encierro y a viejo impregnó nuestras curiosas narices.

De lo flaca, parecía un cadáver, un espectro en la penumbra. Su piel transparente era como una hoja de calcar. Me imaginé que podría marcarle los huesos con un lápiz.

El pelo blanco y desprolijo era tan largo que se desparramaba por el suelo. Aunque una fea cicatriz le cruzaba de lado a lado una mejilla, lo que más nos impactó fueron sus ojos: dos traslúcidas esferas flotando en la cavidad craneana.

-¡¿Quién anda ahí?! -preguntó la vieja con voz cascada-. ¿Quién perturba la soledad de esta ciega anciana?

-Somos... somos los nietos de doña Rosa -contesté como pude, entrecortado por el susto. Y a la vez fascinado por el aspecto de aquella mujer.

-¡Aaah! Los hermosos nietos de Rosa.

-¿Y cómo sabe usted que somos hermosos? -dijo mi primo-. ¿Cómo sabe, si no puede vernos?

La Vieja lanzó una siniestra carcajada:

-Porque conozco a tu abuela, y a tus padres -dijo, con la cabeza erguida, como mirando al frente-. Ustedes no pueden ser menos.

-¿Y usted quién es? La abuela nunca nos habló de usted ni de esta casa.

-Mi nombre es Nazarena, pero pueden decirme Vizcacha. Así me llama la gente: Vieja Vizcacha me dicen todos.

-¿Porque está escondida en esta madriguera como una vizcacha?

La vieja sonrío ante la pregunta de Carlitos, dejando ver su único diente.

-¡No está mal lo que decís vos! -dijo-. Pero me llaman Vizcacha porque antes de tener la desgracia de quedar ciega, tuve la desgracia de quedar bizca.

-¿Y no tiene miedo de estar ciega? -pregunté yo.

Lanzó otra carcajada, y nos asustamos.

-Vengan, chicos, acérquense un poquito. No tengan miedo de esta pobre vieja. Déjenme que les toque la cara.

Carlitos me miró y levantó los hombros. Yo le hice señas con la cabeza para acercarnos.

De cerca, la Vieja daba mucho más miedo: se realzaban los detalles.

Los cuentos de la abuelaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt