Una noche más que buena

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Una noche más que buena

por Hugo Ramos Gambier

En Carhué, los chicos teníamos una forma muy particular de pedirle los regalos a Papá Noel. Le escribíamos una carta dirigida al polo Norte, la introducíamos en una botella que tapábamos con un corcho, y luego la arrojábamos al lago Epecuén.

Era un acontecimiento popular que se celebraba todos los veintitrés de diciembre. Una vieja costumbre del pueblo, una cita obligada de cientos y cientos de chicos que bajaban a la laguna desde todos los barrios.

Un espectáculo único, que se repetía año tras año, el mismo día a la misma hora. A las doce en punto, veinticuatro horas antes de la noche más esperada, una lluvia de botellas caía sobre el lago. Era un momento mágico, emotivo, inigualable.

En cada una de esas botellas, arrojadas al agua, viajaban la ilusión y los deseos de cada niño.

Era un gran acontecimiento, y también un gran negocio. En los negocios se vendían botellas especiales para la "gran noche". Había de todos los colores y de todas las formas. Decoradas con motivos navideños. Adentro, traían de regalo el papel especial para escribir la carta.

Aún recuerdo cada una de las botellas que compré, y cada una de las cartas que escribí. Especialmente la última, lo recuerdo como si fuera ayer. La última botella que arrojé al lago Epecuén era un barquito rojo.

Fue la vez que le pedí la bicicleta a Papá Noel.

Todos mis primos tenían bicicleta, menos yo. Con ellos veníamos juntando moneda tras moneda en nuestras alcancías para comprarla. Y ya habíamos superado la suma que necesitabamos. Pero como estaban tan cerca las fiestas, decidimos pedírsela a Papá Noel, y utilizar nuestros ahorros para comprar una Pelopincho, y completar la diversión en el jardín de la abuela.

Sonia y yo fuimos a comprar nuestras botellas. Yo elegí una de color roja con forma de barquito, y ella una multicolor.

Volvimos a la casa de la abuela, y me senté debajo del naranjo a escribir la carta. Se trataba de una carta muy importante, tenía que ser especial. Nada de escribirla con un lápiz cualquiera, quería redactarla -como decía mi maestra- con tinta. Cristina me prestó la lapicera.

-Cuidado con la pluma -me dijo-, es una 303.

Le mandé un cartucho nuevo y escribí.

La tía Carmen y la abuela daban vueltas alrededor del naranjo.

-¿No te parece mejor pedir la pelota de fútbol, Huguito? -preguntó la tía.

-Me dijeron que el próximo año vienen unos modelos nuevos de bicicleta -trataba de convencerme la abuela-. Mucho más modernas y con cambios.

Evidentemente, el hombre del traje rojo no venía muy gordo esa Navidad.

-¡No, señor! -grité, para dejar bien claro mis deseos-. ¡Voy a pedir la bicicleta este año!

La abuela y la tía se fueron para adentro de la casa hablando en voz muy baja. No alcancé a escuchar lo que decían, pero se las veía preocupadas. Yo no sabía por qué, y no le di importancia. Lo más importante en mi mundo se estaba escribiendo en aquella carta.

Por la noche, con mis primos nos preparamos para el momento mágico. Nos vestimos con nuestras mejores ropas y nos colocamos un gorro navideño cada uno. Y partimos en familia hacia el lago.

Llegamos unos minutos antes de la medianoche. La orilla del lago estaba repleta de chicos.

Corrimos y, a los empujones, nos colocamos en primer lugar.

Los cuentos de la abuelaWhere stories live. Discover now