Duendes

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Duendes

Por Hugo A Ramos Gambier

Mi abuela tenía un jardín que era la envidia del pueblo. Terreno había de sobra, y estaba lleno de flores y plantas, además de frutales y otros árboles. La abuela tenía una obsesión por las figuras de yeso. Coleccionaba todo tipo de figuras: sapos, cisnes, tortugas. Todo bicho de yeso que existía, iba a parar al jardín de mi abuela. Pero las figuras que más la obsesionaban, eran las de duendes.

Había duendes por todos lados.

Un día los conté. Eran noventa y nueve, todos distintos, y de la forma que se te ocurra. Un duende durmiendo, uno sentado, uno llorando, otro riendo. Duendes trabajando: carpintero, albañil, jardinero. Algunos montaban caballos, motos, autos y hasta un tren, también de yeso.

Cuando le dije a la abuela que los había contado, me pidió que contara bien, porque los duendes eran cien.

-Seguro que anoche estuvieron jugando -aclaró mientras limpiaba la chimenea-, alguno se habrá escondido por ahí.

No dije nada ante el comentario absurdo de la abuela. Pero como no tenía otra cosa que hacer, me puse a contar nuevamente los duendes. ¡Noventa y nueve! No me había equivocado. Por las dudas, los conté una tercera vez.

Iba para la cocina a decirle a la abuela que se le había perdido uno, cuando me cayó naranja en la cabeza. Levanté la vista y... ¡Oh!, ¡qué sorpresa! El duende número cien me miraba desde una de las ramas del naranjo.

¡No puede ser!, me dije. Los duendes de yeso no trepan a los árboles. ¡Qué más!, los duendes de yeso ni siquiera caminan, no tienen vida.

Ya sé, pensé, seguramente la abuela aprovechó cuando estaba contando otra vez, para subir el duende al árbol sin que la viera.

Pero... el duende estaba en una rama del árbol demasiado alta como para que la abuela hubiera subido. No había ninguna escalera a la vista.

Como fuera, comencé a trepar para alcanzar al duende. Estaba a punto de agarrarlo, cuando la abuela me vio.

-¡No lo toques! -me gritó-. Los duendes no deben moverse. Trae mala suerte correrlos del lugar en que están.

Aparte del julepe que me agarré con el grito de mi abuela, por las dudas no lo toqué.

-Él bajará cuando sea de noche -dijo, acercándose con un vaso de jugo en la mano-. Los duendes cobran vida por las noches, ¿sabés? Cuando la gente duerme y nadie los puede ver, a esa hora. Ellos me ayudan a mantener el jardín y cuidar de las plantas -la abuela miró al duende que llevaba una carretilla, y le acarició la cabeza-. ¿No es cierto, Pedrito?

-¿Abuela, como sabés que se llama Pedrito?

-Porque ese es su nombre, todos tienen un nombre. Yo misma los escribí en la base de cada uno.

Efectivamente, fui mirando los nombres de todos: Josecito, Pablito, Marcelito, Santiaguito, y todos los "ito" que uno pueda imaginarse hasta llegar a cien. Según la abuela, los nombres de duendes tenían que ser en diminutivo. Si no, no funciona la magia.

-¿Y el que está en el árbol cómo se llama? -le pregunté mientras tomaba un poco de jugo.

-¡Ah! Ese es Juancito, el más travieso de todos -dijo la abuela-, siempre aparece por cualquier lado. Un día lo encontré adentro del gallinero, parecía que charlaba con el gallo Claudio.

-¿Y estás segura de que hacen magia?

-¡Pues, claro! -me dijo como ofendida, como si yo no le creyera-. ¿Acaso alguna vez me viste arreglar el jardín? Mirá los pensamientos que crecieron en verano. ¿Y las mandarinas? Decime dónde viste una planta llena de mandarinas en enero.

Los cuentos de la abuelaWhere stories live. Discover now