Capítulo 7. En el paraíso

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El teléfono de Carolina sonó justo cuando se bajaba del coche. Cerró la puerta y miró al horizonte, sin palabras. Buscó el móvil en su bolsillo y respondió sin mirar.

―¿Sí?

―¿Estás en el piso todavía?

―¿Qué? ―estaba embobada ante el paisaje.

―Que si estás en tu piso, o ya volviste. Hola Carol, buenos días.

―Ehh... no... ―dijo tratando de buscar respuesta.

―¿No a qué? ¿Dónde estás? ―preguntaba Marta sin comprender nada.

―¿Dónde estoy...? ―preguntó mirando a Gael.

―En el paraíso ―respondió Gael cuando Carolina tapaba el teléfono para que Marta no escuchara.

―No sé dónde estoy ―respondió finalmente―, ¿por qué?

―¿No sabes? Ya veo ―comprendió―. No importa. ¿Vas a tardar?

―Pues... ―observó a Gael, que se había acercado al mirador― tal vez sí.

―O sea, que no vienes a comer. Perfecto.

―¿Perfecto?

―Dile a Míster Tango que como no te trate bien se las verá conmigo.

Y sin más colgó. ¿Míster Tango? Carolina no pudo evitar reír. Gael la escuchó y se acercó a ella curioso.

―¿Todo bien?

―Tu amiga te acaba de llamar Míster Tango.

―¡No! ―lamentó.

―Merezco una explicación.

―¿Qué quería Marta? ―cambió de tema.

―Creo que librarse de mí para llevar un ligue a casa ―Gael apartó la vista―. ¡Ah! ¡O sea que es eso! ¡Marta tiene un ligue!

―Yo no te dije nada ―aclaró, librándose de culpa.

―Está bien. No insisto más.

―Vení ―extendió la mano y ella la tomó―, tenés que ver esto.

Se encontraban en lo alto de un pequeño acantilado; el lugar estaba apartado de todo, y solo se alcanzaban a ver puntitos de casas a lo lejos. Frente a ellos, el mar infinito. El día estaba despejado, el azul del cielo y del mar se unía a lo lejos, y una brisa fresca los sorprendía por momentos. Se acercaron al mirador, un pequeño saliente que permitía disfrutar de las vistas como si estuvieras sobre el mismo mar.

―¿Me fío de ti? ―preguntó Carol de repente, dejando a Gael descolocado―. Me traes a un sitio alejado de la civilización; un sitio precioso, pero sin escapatoria. ¿Debería salir corriendo?

Hizo la pregunta siendo consciente de que no se lo preguntaba a él, sino a ella misma y a ese sentimiento extraño de confianza que estaba surgiendo demasiado rápido.

―¿Me tenés miedo? ―dijo con su media sonrisa.

Sus ojos se desviaron al horizonte. Trató de contener la sonrisa sin demasiado éxito.

―Acabas de llegar al país y me traes a un lugar como este. ¿No debería ser yo la guía turística?

Cambió de tema. Mejor eso que afrontar la realidad. Porque sí, estaba sintiendo miedo, pero no del tipo que Gael creía. Escuchó su risa y volteó para disfrutar de ese hombre desenfadado que la acompañaba.

―Otro día te dejo que me guíes. Hoy me toca a mí.

Le hizo una señal para que la siguiera. Gael se acercó de nuevo al coche, abrió la maleta y sacó una manta enrollada. Carol buscó su maletín y fue tras él.

Bordeando el acantilado podía dibujarse un pequeño camino estrecho que se perdía entre las rocas. El sentido aventurero de Carol no era su fuerte.

―¿Esto no es peligroso?

―No. Confiá en mí.

Continuaron por el sendero y se abrieron paso hasta una pequeña cala entre las rocas. Protegida del viento, el mar había trabajado hasta convertir ese pequeño entrante en un paraíso de arena fina. Gael se descalzó y avanzó hasta la orilla, dejando que el mar cubriera sus pies.

―¿Te vas a quedar ahí parada?

No lo dudó mucho más. Apoyó su maletín junto a las zapatillas de Gael, se quitó las suyas y se acercó al agua. Estaba fría, pero no demasiado. Gael se remangó los pantalones y se adentró un poco más. La estaba invitando a acercarse cuando una ola lo sorprendió y de nada sirvió haberse remangado los pantalones, porque igual terminó mojado. Carolina estaba en pleno ataque de risa cuando una nueva ola, más grande que la anterior, la alcanzó también a ella.

―¡Karma! ―exclamó Gael, muerto de risa.

Con los bajos de los pantalones mojados, se alejaron del agua y extendieron la manta sobre la arena. Gael se dejó caer cansado de tanto reír, y Carolina se sentó a su lado, algo cohibida.

―¿Lindo lugar, ah? ―dijo recostado, apoyado sobre sus codos.

―Increíble. ¿Cómo sabías de este sitio?

―Pensé que no recordaría cómo llegar. La última vez que estuve en España, hace ya un tiempo, me dediqué a mochilear durante unos meses. Agarré el auto y me perdí. Esta fue la primera parada y la última, la más cercana a la ciudad. Mi viejo siempre me hablaba de este lugar.

―¿Tu padre?

―Sí. Una larga historia.

―Tengo tiempo ―se miraron.

―Mejor en otro momento.

Se acostó sobre la manta y el sol lo cegó. Era casi mediodía y el sol brillaba en lo más alto del cielo.

―Contame algo de vos.

―¿Más? Lo sabes todo. En dos días ya sabes más de lo que deberías.

―Nunca es suficiente.

Se giró para observarlo. Era la segunda vez que pronunciaba esa frase. Había cerrado los ojos y descansaba con un brazo bajo la cabeza.

―Eres incansable, ¿verdad?

―No imaginás cuánto.

Y lo dijo con los ojos cerrados, pero la sonrisa amplia, con esas arrugas adornando el extremo de sus ojos. Carol abrió su maletín y sacó un cuaderno. Lo abrió y empezó a garabatear en una nueva página en blanco.

―Por el momento, te diré que me encanta el mar ―comentó.

―Soy adivino.

―Un poco brujo, sí ―afirmó sin dejar de garabatear.

―Ya podemos ser amigos. Tenemos algo en común.

―Los amigos de mis amigos son mis amigos.

―Es el destino ―dijo él, colocando su otro brazo bajo la nuca.

Se quedaron en silencio escuchando el sonido de las olas llegando a la orilla. Tras unos cuantos trazos, Carol sacó su estuche de acuarelas y sus pinceles de agua y se dispuso a llenar la hoja en blanco de color. Minutos más tarde, sus garabatos se secaban sobre la manta al sol. A su lado, Gael se había quedado dormido.

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Nunca es suficienteWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu