Dedicado a Judith
Eustace subió aquellas interminables escaleras que conducían hacia aquel castillo en el cielo de los dioses. Nunca en la vida había estado tan cansado, le dolían cada uno de sus huesos, de sus músculos. Tenía el rostro absolutamente sonrojado y el cuerpo repleto de sudor. Mientras más cerca estaba del sol, todo empeoraba. Inclusive presentaba náuseas y arcadas constantes.
Aquellas escaleras de mármol rodeaban las montañas y se arremolinaban alrededor de las nubes. Al ver el castillo, abrió la boca ampliamente, asombrado por su altura. Era tan grande que probablemente tendría que subir la misma cantidad de escalones para llegar al último piso. Solamente esperaba que Acantha estuviese en el primero. Le había tomado un día completo llegar hasta ahí. Las puertas eran de sólido oro, tan grandes como para hacer pasar a Rakan.
No tuvo que llamar, las diosas Lasas aparecieron desde todos lados, como fantasmas voladores, vestidas de blanco.
—¿Qué haces aquí? —le interrogaban—. ¿Quién te ha invitado? ¿Cómo fue capaz un mortal de subir las escaleras de mármol infinito?
—Necesito ver a la diosa Acantha. Ella también querrá verme, se los aseguro.
—Hay que preguntarle —mascullaron al unísono antes de desaparecer, dejándolo completamente solo.
Transcurrió al menos una hora y Eustace seguía allí de pie, frente al pórtico de aquella mansión divina, sin nadie que lo acompañase. Se preguntaba si las Lasas volverían, pero no se movería de allí hasta no ver a la diosa.
Una de las Lasas reapareció de repente. Ella contempló al joven humano sentado sobre aquel césped tan suave como una alfombra de terciopelo.
—La diosa quiere que suba a sus aposentos —le informó al mortal.
—¿Subir? —Eustace palideció—. ¿Adónde?
—Al último piso.
Eustace soltó un gemido de sufrimiento desde su garganta.
—¿No podría ella bajar?
—Si es tan importante, podrás subir.
—¡No he comido en un día!
—Esto te ayudará —le tendió una mano con un trozo de pan que hizo aparecer de la nada—. No tenemos invitados hambrientos en el castillo.
Eustace soltó una carcajada.
—Necesitaré un millón de esos para saciarme o recuperar algo de energía.
—Come —insistió la Lasa, entregándole el alimento.
Con desesperación, Eustace le dio una amplia mordida. Después de masticar solamente dos veces, tragó. Al intentar seguir comiendo, se dio cuenta de que no podía. Estaba satisfecho. Y su cuerpo, pese al calor y cansancio, había recuperado energía.
—Imposible —miró el pan como si fuese oro antes de guardarlo en sus bolsillos.
Al entrar al castillo se dio cuenta de que los dioses no poseían muebles de ningún tipo, tal como despensas, o mesas, o sitios para colocar objetos, o divanes. Todo lo que había en ese lugar vacío eran estatuas blancas de otros dioses, o demonios, o figuras aladas tal como Leives. Paredes, suelos, techos y escaleras estaban hechos de los materiales más acendrados sobre la tierra, como el oro, la plata, la seda, los diamantes, el mármol. E incluso algunos materiales solamente existentes en los cielos.
Tan pronto como el humano se decidió a ir escaleras arriba, la diosa Acantha apareció. Estaba vestida con una túnica casi transparente, a través de la cual se podía vislumbrar casi todo su cuerpo. Sin poder evitarlo, Eustace la observó de pies a cabeza. Su piernas, sus curvas, sus voluminosas caderas, su estrecha cintura, su pecho... Se detuvo a contemplar sus pezones, visibles a través de tela. Él nunca había admirado la desnudez completa de ninguna mujer. Se obligó a apartar la mirada al tiempo que tragaba saliva.
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Los Pecados de Eustace
General FictionSangre, acción, sexo y... Pecados. LIBRO VI - Saga The Violet City *** Hace más de cinco mil años, la tierra no era tal como la conocemos. Los dioses habitaban junto a los seres humanos, los pecados tenían otro nombre, las leyes eran dictaminadas po...