Capítulo 26: Avaricia

148 13 10
                                    

Eustace, me susurraba alguien dentro de mi cabeza. Esta vez era Ania.

—¡Cállate! —le respondí con ira en voz alta entre llanto desesperado—. ¿No entiendes que todo lo que hice fue por ti? ¿No entiendes que todo lo bueno que había en mí eras tú? ¡Cállate, te lo ruego!

Ella se escondía bajo una capucha y me daba la sensación de que todo lo que ocultaba debajo de ésta era horroroso. Podía oír su voz, mas no podía ver su rostro o tocarla. Parecía moverse más lejos mientras yo daba pasos cerca.

—Ven —bisbiseó igual que soplo del viento—. Te he estado esperando mucho tiempo. Estoy sola aquí.

Corrí para perseguirla, pero una fuerza invisible me envió atrás, de nuevo.

—Quiero ir contigo. Pero no puedo, nunca puedo.

—Eres muy pesado para ascender a los cielos. Tus pecados, Eustace, te hacen pesado. El dolor purga los pecados. El dolor, Erasmus.

Una vez más la vi desvanecerse y grité, suplicándole que se quedara, que me llevara con ella. De repente abrí los ojos y noté que la habitación era tan negra como mis pensamientos. No podía recordar cuál de mis días había sido más oscuro. Por alguna extraña razón, mis ojos siempre estaban mojados cuando despertaba, derramando lágrimas sobre mi cara.

Apreté los dientes mientras me incorporaba y salí desnudo de la recámara sombría en la que me alojaba. La luz violeta de la luna hirió mis pupilas al mismo tiempo que centenares de dedos humanos volaban a mi alrededor, siguiéndome, agitando sus pequeñísimas alas. Salí hacia el lugar donde sombrías torres atormentaban mi visión, atestadas de espíritus andantes.

No quería hacerle ningún daño a mi hermosa piel. Pero debía. Elevé mis brazos para que aquellos dedos voladores me cogieran como si fuesen ganchos. Los sentí tirando de mí hacia arriba hasta que mis pies se despegaron del suelo. Fui llevado hacia la cima de una puntiaguda edificación con aspecto gótico y deprimente. Miré mis piernas desnudas al tiempo que me aproximaba al borde de piedra.

Desde esa altura veía el mar, el cual no lucía tan púrpura desde Etruria. Se podía llegar desde esta isla hacia Populonia, mas desde allí era imposible alcanzar La Ciudad Violeta. Un segundo más tarde, como si no hubiese estado meditando acerca del color violáceo del agua, me arrojé de la torre.

Los dedos voladores planearon detrás de mí, persiguiéndome. Aunque yo caía más rápido. A pesar de que el castillo era excesivamente alto, mi suplicio duró segundos. Únicamente sentí una especie de aire gélido contra mi estómago antes verme estrellado contra el suelo.

Pensé que estaría muerto tan pronto como mi complexión aterrizó sobre afiladas piedras que atravesaban mi carne. No fue así. El dolor me hizo gritar hasta que mi garganta ardió. Había sentido que todos mis huesos estallaron, que alguien me desgarraba la piel con sus propias manos. Oí mi respiración entrecortada saliendo de mi boca y esperé a que mis ojos se cerraran, o a que mi corazón dejara de latir.

—Te estoy esperando, muerte. Ven —musité en un hilillo de voz ronca—. Espérame, padre. Espérame, Ania...

Seguí aguardando al ángel de la muerte, aunque no sé por cuánto tiempo lo hice. Empecé a desesperarme cuando me di cuenta de que Ania no vendría a buscarme, ni mi padre. ¡¿Por qué no he muerto?! ¡¿Por qué?! Me preguntaba ¿Cuánto dolor debía soportar para liberarme de mis pecados?

Me retorcí de dolor al tiempo que los dedos voladores tocaban mis heridas abiertas.

—¿Por qué quieres morirte, Eustace? —oí hablar a una femenina voz cuya silueta apareció coronada por una halo de luz purpúrea.

Los Pecados de EustaceWhere stories live. Discover now