El comienzo del fin

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Concepción🎕

Déjame contarte mi pequeña aventura de un momento en la vida que muchas mujeres desean alcanzar y otras como yo evitamos a toda costa: ser novia. Antes de comenzar debo advertirte que mis decisiones y acciones en ese momento no fueron las mejores, así que estás en la libertad de criticarme y detestarme, yo también lo haría.

Te cuento esta historia para que no cometas mis errores. Y antes de que digas "nunca haría algo así de estúpido", espera a estar en mis zapatos. Una nunca sabe hasta qué punto llegaría por amor... o por odio.

Ese año, el 2015, ocurrió algo que me rompió el corazón, me nubló el juicio, me destruyó por dentro, sí, fue catastrófico a niveles superiores. No fue el fin del mundo, simplemente fue el fin de mi historia de amor.

Ahora comprendo que todo eso me hizo la mujer que debía ser, pero en ese entonces era estúpida, por Dios, ¡sí que era estúpida!

Tenía veinticinco años recién cumplidos, en la flor de mi juventud, como solía decir mi abuelita que en paz descansa. Yo estaba enamorada de los pies a la cabeza, juraba que lo estaría hasta el fin de mis días, que él y yo teníamos un amor contra viento y marea. Me equivoqué, claramente, y es que te lo juro, sí que era estúpida.

Todo comenzó una atareada mañana de primavera, con un intenso dolor de cabeza que parecía agudizarse por los rayos de sol que entraban por la ventana. Ese día me costó mucho levantarme, había tenido una larga noche de copas y las sábanas estaban pegadas a mi cuerpo como si fueran otra piel. Un consejo (el primero de muchos): nunca es buena idea probar diversos tragos a la vez, sin importar cuán bonitos suenen sus nombres, mucho menos si tienes un gran compromiso a la mañana siguiente.

Las bodas pueden parecer todo un espectáculo y cautivar a sus invitados, quienes pasan semanas preparando sus atuendos e hidratándose para que sus cuerpos absorban esos bebestibles gratuitos. Pero lo que definitivamente valía la pena para mí era la despedida de soltera, y no es que haya asistido a muchas, ya que mis amistades son reducidas, casi inexistentes. Me atraía la idea de presenciar a mujeres disfrutando de sus fantasías, sin que sus madres las estuvieran instruyendo o vigilando. Yo deseaba que mi vida fuera como una despedida de soltera, pero sin los hombres desnudos meneando sus miembros frente a mí. Anhelaba la libertad de actuar según lo que mi mente me decía, sin temer las consecuencias y los cuestionamientos de mis parientes.

En ese entonces me consideraba una mujer valiente e imposible de contener, no era una niña y tampoco una adulta realizada, pero me sentía en la cima de mi vida. Al menos cuando mi madre no estaba a mi alrededor, ese era el botón detonante para demoler toda mi autoestima. Veinticinco años era la edad suficiente para identificarme como una adulta, aunque mis errores demostraron que no era más que una chica desequilibrada.

De pequeña detestaba la idea de verme llegar al altar por voluntad propia, me imaginaba entrando amordazada y arrastrada por mi madre. Y ahí estaba yo, a punto de caminar por ese estrecho pasillo como un angelito.

En un auto negro, decorado con flores blancas que anunciaban alegremente que la novia iba en camino, recorríamos las calles de la capital regional. Algunos autos pasaban y tocaban con irresponsabilidad sus bocinas en saludo.

El molesto celular que mi madre me había regalo tres navidades antes como soborno/rastreador sonaba sin parar, provocando que volviera el hachazo de mi cabeza. Ya tenía acumuladas unas diez llamadas perdidas, y aunque me gustaba poner histérica a mi madre, en ese momento realmente no quería oír sus gritos mañaneros, pero si no le contestaba luego sería mucho peor.

—¿Dónde están? —oí su voz desesperada al otro lado del celular con algo de interferencia, pero siempre directa al grano.

—Vamos en camino —respondí entornando los ojos.

𝚄𝚗 𝚌𝚘𝚛𝚊𝚣ó𝚗 𝚛𝚘𝚝𝚘 𝚢 𝚞𝚗 𝚙𝚛𝚘𝚖𝚎𝚝𝚒𝚍𝚘Where stories live. Discover now