Capítulo 1

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Obligado a escuchar las arcadas que resonaban en el baño, Juan Pedro Lanzani maldijo en silencio a su conciencia.

Aunque se le estuviera revolviendo el estómago y le doliera la cabeza, no podía dejarla sola. Alejó la mirada del espejo, que reflejaba su rostro algo amarillento, cerró el caño, y escurrió la toallita que había empapado.

—¡Hey! —llamó a la pobre criatura que estaba de rodillas junto al inodoro—. ¿Te sientes un poco mejor?

La joven levantó la cabeza y bajo el revuelto cabello castaño sus ojos lo miraron antes de agarrar la toallita empapada que le estaba ofreciendo.

—Percy...

—Peter —la corrigió él, reprimiendo una sonrisa a pesar de lo irritado que estaba consigo mismo.

Ella apenas tuvo tiempo de decir «Necesitamos un abogado» antes de que le sobreviniera una nueva arcada.

Una visita a un abogado no era la mejor manera de empezar una luna de miel, pero aquella tampoco era una situación normal. Habían pasado varios minutos desde que el cálido cuerpo acurrucado en la cama junto a él emitiera un gemido, no precisamente de placer, y saliera corriendo al baño, pero no acababa de encajar los borrosos recuerdos de la noche anterior.

Sin embargo, a juzgar por el anillo en su dedo y el anillo en el de ella, aquello era una pesadilla hecha realidad.

—Cada cosa a su tiempo, nena. Cuando te sientas mejor ya nos preocuparemos de eso.

Ella asintió antes de vomitar de nuevo.

Dios... ¡qué desastre!, pensó Peter masajeándose la nuca con la mano mientras miraba a su esposa de arriba abajo.

Doce horas atrás su sonrisa y la frescura de su belleza lo habían cautivado y, aunque en ese momento la pobre estaba hecha un desastre, le vinieron a la mente recuerdos fragmentados de la noche anterior. Una chica común y corriente que parecía haber escogido esa noche para soltarse las trenzas; le había parecido que podrían divertirse un poco.

Lo que no lograba entender era cómo había terminado cargándola sobre su hombro, con ella riéndose y diciéndole que estaba loco, y la había llevado a una de esas capillas por las que era famosa Las Vegas, y se había casado con ella. Había tomado unas cuantas copas de más, sí, pero...

Lali se giró en ese momento, y Peter bajó la mirada al apretado polo fucsia que tenía puesto, el mismo que había tenido la noche anterior, cuando se había chocado con ella. Estampado en blanco y con letras bien grandes decía: HAZME UN HIJO. Eso era lo que había llamado su atención.

Lali levantó la cabeza y miró vacilante a Percy... Peter, que tenía el ceño fruncido, volvió a bajarla para mirar el anillo de diamantes en su dedo... y volvió a vomitar en el inodoro.

¡Se había casado con un extraño! ¡Y se había acostado con él! Y lo único que recordaba de su «noche de bodas» era el peso de él sobre ella y su frustración al intentar sacarle la corbata mientras se desvestían el uno al otro.

Y allí estaba, de rodillas en el baño de una suite de hotel, botando hasta la última molécula de comida, frente a aquel Dios Griego.

¿Podía haber una situación más humillante?

Le había dicho que la dejara sola, pero se había quedado para asegurarse de que estaba bien, como si sintiera que tenía que interpretar el papel de buen marido.

Aquel pensamiento casi la habría hecho reír si no fuera porque el asunto no tenía ni pizca de gracia, y porque no podía dejar de vomitar.

—Ya no puede quedarte mucho dentro —dijo él a sus espaldas.

—Yo diría que no queda nada —gimió ella—; ahora solo he botado líquido. Imagino que será la forma de protestar de mi estómago.

—Bueno, al menos nos queda claro que está molesto.

Aquel toque de humor hizo que Lali volviera a mirarlo. Era alto, y no porque ella estuviera arrodillada en el suelo. Y estaba fuerte, con los músculos bien definidos, pero sin parecer Mr. Músculo. En cualquier caso, estaba en forma, de eso no había duda. Y encima tenía esa clase de belleza clásica, de nariz respingada, sonrisa perfecta, en conjunto, unas facciones tan atractivas que de pronto se encontró preguntándose cuánto tiempo llevaba mirándolo... arrodillada junto al inodoro en el que había estado vomitando.

No, aquello difícilmente podría ser más humillante. Pero daba igual. Aquel hombre con sonrisa compradora no entraba en sus planes. ¿Qué importaba si era guapo, o tenía sentido del humor, o que se hubiese casado con él?

El orgullo la hizo levantarse del suelo, aunque con cierta torpeza porque estaba deshidratada de tanto vomitar y porque llevaba demasiado tiempo arrodillada. Las piernas no le respondían como debían, y sintió que las rodillas le cedían antes de que dos fuertes manos la agarraran por debajo de los brazos, sujetándola para que no cayera.

—Gracias —murmuró ruborizada cuando recobró el equilibrio.

—De nada —respondió él, y tras una pausa añadió—: Supongo que es una de las ventajas de tener un marido cerca.

Ella asintió. Estaba exhausta y abrumada por la situación, y aunque tenían que hablar no se sentía preparada para hablar de lo sucedido la noche anterior, de los trámites que tendrían que hacer para conseguir la anulación de su matrimonio.

Antes necesitaba una ducha, enjuagarse la boca y lavarse los dientes. Y cambiarse de ropa, pensó mirando el polo que tenía puesto.

—Sabía que había alguna razón por la que me había casado —respondió por seguirle la broma.

La suave risa de él hizo que girara la cabeza para mirarlo y, al ver la sonrisa en sus labios, dejó de ser el extraño junto al que se había despertado esa mañana para transformarse en el hombre con el que tenía el vago recuerdo de haber compartido la cama la noche anterior.

¡Ay, Dios...! ¡En qué lío se había metido! Lo único en lo que podía pensar era en que tenía que lograr, y cuanto antes, salir de él.


novela laliter casado al amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora