dos

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Pennsylvania, 1935. 

364 días antes de la Masacre de Jerahmeel


El día en que sus ojos volvieron a ver la gloriosa oscuridad se sintió en casa.

Y se alzaron, suaves, adoloridos, observó un techo destrozado y sintió el aroma a humedad que había a su alrededor. Pestañeó y sintió el cansancio y el dolor apoderarse de todas sus entrañas, de sus músculos. Sus brazos ardían y podía sentir el agudo dolor mortífero de las heridas en su espalda, en su piel. La última vez que había visto la luz del día creyó que era el fin de su eternidad, que el sol acabaría con él, con su piel, con sus heridas. Recordó el bosque espeso de Pennsylvania, en su aroma, su tierra. 

—Está despertando Willson. El ángel está despertando de su sueño —escuchó la voz de un infante, la agilidad en su cuerpo lo había abandonado por completo, sus movimientos se encontraban neutros, cansados. Sus ojos se clavaron en su cuerpo, en los trapos húmedos que estaban sobre su pecho desnudo, sobre su piel pálida, relamió sus labios cuando sintió un aroma penetrante, cuando sintió vida cerca suyo y el latir de la sangre fresca y caliente. Sus ojos se volvieron con lentitud, suave, directo.

Vio a un niño enfrente de él. 

Al principio tan solo se quedó observándolo, analizando el menudo cuerpo de un joven humano sentado y cruzado de piernas que lo miraba como si se tratase del canto de un poeta. La vejez de su alma, de sus ojos pudieron ver la juventud de aquella alma, ahí, en su mirada extraña, en su piel de aspecto suave y el brillo que lo rodeaba. El simple hecho de ver a un niño humano sonriendo le causó náuseas, un gusto amargo e inmensas ganas de devorarlo al segundo.

Pero no dijo nada, no tenía palabra cuál decir, ni el simple razonamiento de saber dónde se encontraba. Sin embargo, pudo analizar las pequeñas y pecosas mano de aquel ser humano diminuto y totalmente carente de masa muscular. Pudo sentir el aroma de la sangre en él, en su exquisitez juvenil y otra que de aspecto turbio y en mal estado, supo al instante que las manchas negruzcas en los trapos a su alrededor eran suyas. Eran suyas, ahí, en esa tela vieja en las manos pequeñas de aquél ser humano. Sus ojos se dilataron.

Subió la mirada a su pecho plano y de complexión pequeña, con brazos delgados y clavículas que se marcaban notoriamente, sus orbes subieron por un cuello de piel lechosa, fino y, según lo que sus ojos veían, de una textura lo bastante suave para que sus dedos callosos puedieran sentir la veracidad de sus palabras. Y ahí, ahí pudo conectar de vuelta con aquellos ojos que emanaban un brillo y una sonrisa tímida de labios finos y medio carnosos, con una barbilla redondeada y unos pómulos decorados con centésimas de pecas claras, unos rizos bonitos, formaditos de un suave color dorado. 

Una mirada inocente, una sonrisa tímida y una piel lechosa y virgen. 

Entre abrió los labios, deseoso de chupar y saborear la piel de aquel ser humano, sentía cómo sus colmillos se preparaban, filosos como dos dagas para arrasar y destrozar por completo la piel virgen de un infante. Tomar de aquellos débiles y flacuchos hombros y acorralarlo como a un animal indefenso, chupar y arrancar de esa anatomía toda la sangre pura que le pudiera entregar. Sangre humana, hacia tanto que no la saboreaba. Tembló por la ansiedad, y sus ojos se abrieron con intensidad al oler el aroma de aquel ser humano, la pureza, la inocencia y un dulce olor a menta y a tierra mojada.

Quería impregnarse de aquella inocencia, beber su pureza y arrebatar esa alma de la piel virgen de aquel cuerpo. Se incorporó en lo que sería un roído sillón destrozado, roto y polvoriento. Esperando a que el brillo y la felicidad de aquel ser lo obligara a acercarse a él y así saciar su hambre de años, de años siendo prisionero y maltratado por esa raza asquerosa que tenía en frente de él, de esa maldad que albergaban, del odio a lo misterioso y ese egoísmo que lo llevó a ser una monstruosidad así.

MISERICORDIA: La masacre de JerahmeelWhere stories live. Discover now