siete

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Pennsilvania de 1935
248 días antes de la Masacre de Jerahmeel.




Lían. Lían.

Debo encontrarlo.

Él me perdonará. Me perdonará.

Cayó al suelo justo al instante en el que cruzó el hueco roto del alambrado, pequeños cortes relucieron en su piel y la ropa que traía, la cual era una camisa blanca de mangas cortas abotonada hasta el cuello, se rompió en ciertos lugares, la sangre resaltaba como un blanco para flechas a lo lejos y Jimmy se encontraba tan desesperado que era apenas consciente de la carne abierta en sus brazos y piernas.

El rostro del niño estaba nublado por las ojeras grisáceas de su piel, los ojos estaban irritados y abiertos ante el mundo que le rodeaba, la sangre de las heridas que se hizo al traspasar el alambrado cubrían una parte de su mejilla. La sangre resbalaba y la piel se limpiaba por las aguadas lágrimas que salían de sus ojos. Corrió, corrió con tanta fuerza que su pecho no soportó el llanto y el poco aire que recibía, sentía las piernas dormidas y el mundo le daba vueltas, la bilis en su boca crecía a cada segundo y el vómito viajó por su esófago para liberar toda la sangre que su cuerpo rechazaba a causa de sus pensamientos.

Jimmy olvidaba que no podía mencionar el nombre de su mayor creencia.

De su única creencia.

Al momento de ver la casa podrida y vieja sus ojos se cubrieron de pegajosas lágrimas, sus piernas flaquearon y su boca liberó el vómito rojo y dulzón que a Jimmy le dio tanto asco. Soltó varias lágrimas antes de levantarse del suelo. Tenía que llegar y ayudar a Lían costara lo que costara, no podía vivir sin su religión.

No quería ser castigado, no quería que por su osadía de abandonar a un ángel lo castigaran con el fierro ardiente sobre la boca.

Se puso de pie, arrugando la nariz y limpiando sus lágrimas. Observó la sangre en su rostro y la ignoró. Se sentía mareado y el sudor en su cuerpo era insoportable. Los pulmones le quemaban, le ardía la garganta y la desesperación se marcaba en sus ojos con fuerza.

Estaba agitado, tan ansioso y asustado por lo que encontraría. No paraba de llorar y tropezar en el suelo. Sentía sus propias heridas brillar a la luz del bosque. La suciedad y el vómito cubriendo toda su camisa. Era un niño de doce años al que se le fue castigado de la peor forma.

Y lo único que podía pedir era que Lían estuviera bien, para él salvarse de la calamidad y el peso que caería en sus hombros por toda la eternidad.

—¡Lían, Lían! ¡Por favor, Lían! —gritó al entrar a la casa, las paredes dieron vuelta a su alrededor y sus piernas por fin dieron el golpe final. Jimmy cayó al suelo vomitando sangre, sangre de un tono tan oscuro que sus lágrimas crecieron en sus fanales ojos que jamás habían visto tanta desgracia en su ser.

—¿J... Jerahmeel? —escuchó del otro lado de la habitación. Levantó la mirada, con la barbilla y la nariz chorreando sangre. Los ojos de Jimmy se encontraban tan abiertos. Tan asustados y desesperados que temblaba del miedo.

Ahí estaba su ángel.

Aquél que no supo cuidar.

—L-Lían... Lían —susurró rompiéndose en su interior, la emoción brotó por sus ojos mientras elevaba las manos, tan derrotado a los ojos del monstruo que este mismo se sintió más muerto al verlo—. Aleluya... Aleluya...

—Mi Jerahmeel... Mi misericordioso Jerahmeel... —mencionó bajito Lían, estiró la mano pálida. Tan débil. Tan podrida en su interior y tan bella en el exterior. A fin de cuentas, eso era, para los ojos del niño era un ángel de su Dios, pero en el interior Lían servía al mismísimo Satanás, porque lo único divino que le podía entregar a Jerahmeel era su sangre, su inmortalidad a los pies de su muerte—. Ven... Ven aquí.

MISERICORDIA: La masacre de JerahmeelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora