seis

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Pennsilvania, 1935
248 días antes de la Masacre de Jerahmeel.








Se sentó con rapidez en el inodoro, su respiración estaba tan acelerada que se sintió asfixiado con el suéter que llevaba puesto. La camisa debajo de esta lo ahorcaba y le estaba incomodando demasiado. Las lágrimas de desesperación luchaban por salir, se sentía encerrado, tan claustrofóbico en ese lugar que quería gritar. Sus uñas rascaban la carne de su cuello, tan irritada que era asqueroso el rose del sudor salado y pegajoso. Los dedos de sus pies se encogían, las medias hasta la rodilla rosada le molestaba, toda la ropa que traía le molestaba. Tiró de la cinta de seda que formaba un moño en su cuello y la dejó en el suelo. El sudor era insoportable, el aire era tan escaso que las paredes daban vuelta a su alrededor.

Jimmy se miró en el espejo.

Estaba tan pálido como el cadáver de su abuelo. Su piel parecía la misma carne muerta como los fallecidos a los que su padre oraba, su rostro de infante, sus ojos estaban tan dilatados que apenas pudo notar el cambio en él. Las pecas en su rostro apenas se notaban, las ojeras grises aparecían aún cuando él dormía la mayor parte del tiempo. Abrió el grifo y se lavó el rostro, se sentía tan cansado en su interior. Cerró los ojos, tan fuerte como se lo permitió. Y le rogó, le pidió a gritos a su Dios para que le quitara toda esa desgracia que lo consumía.

—D-dios... D-Dios es mi... —susurró, con las lágrimas ardiendo en los ojos, mientras sentía que en su interior se ahogaba sin penar—. Dios es... Mi S-señor... Y n-nada me puede p-pa...

Abrió los ojos de golpe, sintiendo la sangre salir de sus labios en pequeñas gotas, su garganta rugía, rugía en un dolor masivo, tan cargado de sangre y tan sellado como si sus palabras no pudieran salir. Se miró las manos pequeñas, las venas estaban tan azules que podía notar cada vía, podía seguirla con la mirada hasta donde acababa. La sangre en su boca provocó que mil lágrimas salieran de sus fanales ojos que jamás habían reflejado maldad.

—D-Di... Di... D-Dios—se tomó de la garganta y vomitó con fuerza sobre el lavabo. Sus ojos se cubrieron de una capa húmeda de lágrimas, su corazón se encogió y su mente explotó ante tal fatalidad. La sangre era tan espesa, tan caliente.

Tan... Tan dulce. Era tan dulce que le dio asco.

Miró el lavabo y volvió a abrir el grifo dejando que la sangre partiera. Estaba tan asustado, tan aterrado, ¿Es que... Acaso no podía mencionar su nombre? ¿No podía mencionar el nombre de lo único que lo mantenía cuerdo ante los sucesos?

¿Acaso... Acaso lo había castigado por abandonar a uno de sus hijos? ¿Por abandonar a Lían?

Pero no podía evitarlo, estaba maldito. Lo había castigado por haber dejado a un ángel que necesitaba ayuda, y es por eso que no recibía misericordia de la única divinidad a la que le confiaba su vida. Lloró tan fuerte porque quería que lo perdonara por su pecado. Intentaba llamarlo, intentaba orar y despedirse de él como cada noche, pero no podía. No podía siquiera nombrarlo en sus pensamientos.

¿Cómo podría... De repente dejar de lado todo lo que lo mantuvo con vida? Todas sus creencias, toda su fe se veía reducida a escupir sangre cada vez que intentaba citar sus palabras.

Limpió con rapidez su baño, y rápidamente se cambió la ropa. Se quitó todo y se dejó en calzoncillos. Se tapó el cuerpo con la sábana cuando se acurrucó en la cama, y empezó a llorar. Se sentía tan mal que no podía parar de hipar con fuerza.

—¿Jimmy? —escuchó la voz de su madre, la puerta se abrió y Jimmy se enderezó en la cama tapando su cuerpo con la sábana. Cuando su madre intentó prender la luz Jimmy protestó.

MISERICORDIA: La masacre de JerahmeelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora