cinco

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Pennsilvania, 1935.

325 días antes de La Masacre de Jerahmeel.


N-no... Lían —gimoteó el menor debajo del ángel. Las pequeñas manos de Jimmy se posaron con temor, tan asustado y con su corazoncito acelerado, en el pecho de Lían. La sangre que se liberaba de su cuello por la herida manchaba el suelo debajo del niño. Sus ojitos de infante lo veían con temor, tal era el miedo que el pequeño pecoso no podía articular palabra alguna. Las manos de Lían lo sostenían con fuerza, como si sus dedos fueran el plomo más pesado en su piel, los ojos de su ángel se concentraban tan rojos. Tan dilatados y con una mirada que Jimmy jamás había visto—. Lían... L-Lían t-tengo miedo.

Si ángel pareció no escucharlo, la piel de Lían era fría. La falta de temperatura fue notoria para Jimmy, sus ojos se cubrieron de las más húmedas y sinceras lágrimas, tanto miedo, tanto susto. Sintió como el pecho de Lían se encontraba tan lejos de la temperatura corporal, tan lejos de sentir el latido vivo del corazón bombear sangre. Sus manos temblaron al no sentirlo, su corazón propio se aceleró al simple hecho de notar algo que no había visto antes.

Su ángel, su Lían, no tenía corazón propio que lo mantuviera vivo. No tenía latidos que le hiciera dar cuenta que estaba vivo.

¿Acaso Dios lo había castigado?

La piel de Lían le recordaba a la pálida y muerta presencia de su difunto abuelo. Recordaba haber tomado su mano en su lecho, aún cuando este ya había abandonado el mundo para ir a los brazos del señor. El corazón de Lían no latía. No latía, al igual que el corazón de su abuelo.

¿Acaso Dios también había tomado la vida de Lían?

Su madre siempre le había dicho que los ángeles eran hermosos, tan buenos y sinceros que ayudaban a los humanos a vivir. Y Jimmy veía a Lían, en sus cicatrices, la sangre seca que cubría algunas heridas, la piel pálida como si fuera el mismísimo cadáver en persona, sin un corazón que latiera en su interior y sin el calor corporal que Jimmy había pensado que tendría un ángel. Los ojos de Lían eran tan rojos. Tan extraños. Lían era todo lo contrario a lo que él había pensado que sería un ángel.

—Mi Jerahmeel... —le escuchó hablar con la voz ronca, estaba tan cerca del niño que este pudo notar el filo de los colmillos blancos y despiadados que tenía el ángel. Sus ojos estaban tan abiertos que Lían podía notar el perfecto color del iris de Jerahmeel. Sentía el aroma de la sangre caliente entrar por sus fosas nasales y arrebatar toda su fuerza. El control inhumano en su interior no quería dañarlo, no quería lastimar aquella cosita, aquél ser humano pecador y tan ingenuo.

Pero no podía luchar contra su naturaleza.

Sea Jerahmeel o no, sea un ángel o un niño inocente. No podía detener sus instintos.

Aún cuando se trataba de un ángel misericordioso, con la sangre celestial y la bondad brotando de sus poros, aún cuando se trataba de Jerahmeel.

Ante todo eso, su naturaleza despiadada y la sangre demoníaca en su interior daba a relucir cada uno de sus pecados. Aún cuando pasó años intentando pronunciar el nombre de Dios. Aún cuando seguía creyendo en esa deidad, mientras que su sangre lo marcaba como un monstruo que mataba. Aún cuando fingía ser un guerrero del cielo ante la inocencia de un niño, ante todo. Seguía traicionando el peso muerto y putrefacto de su corazón congelado.

No era un ángel. Era un depredador con sangre de demonio en sus venas. Era la fatalidad más grande y odiosa que su mente hubiera pensado.

Pero le gustaba jugar a ser un ángel inocente, aún cuando el Diablo lo marcó como su hijo.

Con las manos recorriendo aquella piel tibia, viva. Con la boca hecha agua por probar una gota de sangre caliente y pura. Si hubiera tenido un corazón vivo en su interior, juraría haber estar tan acelerado como el pequeño Jerahmeel debajo suyo.

Y fue en el momento en que sus colmillos rozaron la piel pomposa y cálida de su Jerahmeel, que el niño gritó con desesperación.

Nunca en su inmortalidad había escuchado grito más desgarrador... Que el de un niño gritando por su inocencia.

Enterró los colmillos en Jerahmeel, la sensación hizo que su cuerpo entero vibrara. En su naturaleza marcando territorio. En Jimmy, su Jerahmeel, gritando con los ojos llorosos de miedo.

Sin embargo, el pequeño ángel que le entregó su misericordia lo obligó a separarse de él. No llegó a deleitarse de la sangre pura del niño, y lo miró con tal expresión que Jerahmeel rompió en llanto, tan desgarrador. Tomando su cuello con fuerza, luciendo tan asustado, tan miedoso, aunque no fue ultrajado por aquel demonio.

Lían se quedó en su lugar, observando como el humano salía corriendo, lejos de él. Se quedó solo, en aquella mugre polvorienta y aún herido por su propia raza. Suspiró lentamente y se recostó en el suelo.

El tiempo de jugar a ser un ángel de Dios había terminado.







MISERICORDIA: La masacre de JerahmeelWhere stories live. Discover now