Lies

18 0 0
                                    

La primera vez que vi a Luchia quise besarla. Suena ridículo, ¿verdad? Más aún cuando ni siquiera conocía su nombre. Pero ella tenía esa luz que opacaba todo a su alrededor, ese brillo que nacía en su sonrisa e irrumpía en mi corazón sin haber llamado a la puerta. En un instante me entregué por completo al azul de sus ojos y navegué por su mirada más veces de lo que lo haría por su alma. Y pronto terminaría ahogado, agotado en las turbulentas aguas de la mentira sin que nadie viniera a rescatarme.

El llanto de la lluvia en aquella noche sin luna era tan constante como las llamaradas de alcohol que se deslizaban por mi garganta. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿¡Qué coño le había hecho yo para que me acuchillara el corazón de aquella manera!?

La sangre comenzó a deslizarse por mis dedos después de que la furia hiciera añicos aquel vaso que me llevaba a la perdición. Sangre tan real como aquella que había estado dispuesto a pagar por ella.

Con lágrimas en los ojos y alcohol en los labios hice un llamado a mi cordura. Aquello no iba a arreglar nada, no iba a llenar el vacío de mi pecho, no iba a hacer los días más cortos ni me iba a ayudar a olvidarla. Qué irónico, me dolía tanto que ni siquiera podía llorar con fuerza. Tal vez por eso estallé en carcajadas de amargura, esas que lejos de hacerme feliz consumían mis ganas de vivir todavía un poco más.

Pensar en ella me enloquecía al punto de desear verla a cualquier precio. Quería escucharla pronunciar mi nombre, necesitaba escucharla decir "nosotros". Pero sabía que no podía hacerlo. El poco amor propio que había sobrevivido a ella no me lo permitía. Tampoco lo permitían mis jefes, a los que mentía asegurando que ya no me acordaba de ella. Por mucho que me jodiera seguir cantando aquellas canciones de amor que su aroma había inspirado.

Y es que la veía en todas partes. En mi bolsillo quemaba aquella nota con su dirección, la misma que me escribió el día que me dijo que me quería, cuando se cumplieron cinco años de la primera vez que pisé un escenario. Los cinco años siguientes fueron un constate tira y afloja en el que la cuerda estaba trenzada con los sentimientos de un corazón blando y confundido y otro un poco más resuelto y oscuro. De las nueve veces que rompimos, ocho volvimos a estar juntos. Y todas ellas no quise ver que algo había cambiado en su vida durante mi ausencia.

La última vez que hicimos el amor fue la noche de fin de año, con la falsa promesa de una vida juntos en el tacto de su piel. La quería tanto que sentía que esa noche volaría. Qué idiota. Peor fue pensar que ese bastardo le había puesto la mano encima una y mil veces sin que yo hiciera nada por evitarlo... sabía que las cicatrices de su espalda también eran responsabilidad mía, y que ya era muy tarde para curarlas. Ese hijo de puta con el que decía haber roto antes de volver conmigo quiso desquitarse con ella de la manera más cobarde. Y ella se defendió como pudo, tal vez lo hizo demasiado bien.

<<Yo no quería que pasara esto>> me había dicho entre lágrimas en una llamada entrecortada. Cuando llegué al lugar el tipo estaba más muerto que vivo, todo cuanto pude hacer fue llamar a una ambulancia.  Pero los vecinos ya habían llamado a la policía. Ella, acurrucada en una esquina, temblaba como un animalillo asustado sin atreverse siquiera a mirar aquel sangriento escenario. 

Si en ese momento me hubieran ofrecido parar el tiempo no lo hubiera hecho. Sólo quería sacarla de ahí y terminar con su tormento. Si tienes que olvidarme después de esto, no me dolerá, fue todo lo que pensé mientras le gritaba que se fuera, que huyera lejos de ahí antes de que la policía pudiera verla. Con un suspiro de dolor manché la ropa con la sangre de aquel maltrecho moribundo y salí corriendo por la puerta trasera justo cuando las sirenas de los coches patrulla empezaron a escucharse. No tardaron en perseguirme mientras yo, cebo, corría tan rápido como las piernas me permitían. Aún no me habían visto la cara.

No obstante, el frío metal se ciñó en torno a mis muñecas antes de poder llamarla para decirle que todo iría bien.

Imagínate qué pasó después. Yo, la gran estrella, el genio compositor, el ídolo, convertido en un homicida fallido. No fui realmente consciente de lo que me jugaba hasta que decenas de paparazzis capturaron con sus flashes mi entrada en comisaría, esposado y con la camisa llena de sangre penosamente cubierta por un jersey mal puesto. Pero no me importaba. Lo único que temía era que el sentimiento de culpa aflorara en ella y que jamás volviera a sonreír. Eso si que hubiera podido matarme, más que cualquier condena. Tras dos meses durmiendo en el calabozo y otros dos de libertad condicional, las negociaciones que los abogados de mi compañía llevaron a cabo concluyeron en la exculpación completa de mi persona. Falta de pruebas concluyentes que me relacionaran con el sujeto y la alegación de que fue en defensa propia hicieron que los medios pasaran de considerarme un cruel asesino a una pobre víctima de las circunstancias. Y una generosa indemnización a la familia del hombre que permanecía en coma también ayudó, aunque la mancha de la duda aún seguía adherida a mi nombre.

La última vez que la vi fue cuando el juicio terminó, cuando todo estaba resuelto. Le pedí que me abrazara y no quiso. Parecía otra persona diferente a aquella cuyas lágrimas se fundían en un beso separado por los barrotes de mi celda cada vez que venía a visitarme, aquella que me decía que pronto estaríamos juntos. Sonreía a la par que lloraba mientras me decía que lo nuestro no podía continuar, que no podía mirarme sin recordar lo que había pasado. Llegué a aborrecer la supuesta culpa que sentía, incluso sospeché que mis representantes estaban detrás de aquello. Pero ninguno de ellos era responsable de la conducta de aquel témpano de hielo al que yo seguía amando.

No tardé en descubrir que todo era por su propio interés. No sólo por no verse relacionada públicamente con aquel escándalo que dañaría su carrera como modelo, sino porque levantarme de aquel golpe iba a ser una misión con una probabilidad de éxito muy escasa.

Para ella fue más rentable hacer pública su relación con el actor más solicitado del momento dos días después antes que permanecer al lado de una estrella que estaba a punto de apagarse. Me hervía la sangre de recordar todas las veces que había denegado hacer pública nuestra relación bajo la excusa de mantener la privacidad alejada de los medios.

Mientras estaba encerrado en prisión, pensé muchas veces en qué ocurriría si me condenaban. ¡Deseé tantas veces que se alejara de mí y me olvidara si eso ocurría! Quise que me hiciera daño para así olvidarla yo, que se fuera lejos y encontrara la felicidad. Esa que un presidiario no le podría dar. Había sido un completo pringado. Un pringado enamorado de una mentira.

Durante ese tiempo también fantaseé con quedar libre. Entonces iría a buscarla y nada nos volvería a separar. Qué irónica era la manera en que se habían mezclado aquellas dos vías de pensamiento para desembocar en aquel sufrimiento en el que era ella la que volvía a encerrarme, pero esta vez en la cárcel del vacío.

Cada vez que veía su rostro en la televisión o en las revistas, cuando la veía agarrada del brazo de aquel tipo, me repetía una y mil veces que ya no la quería, que ya no me dolía. A veces incluso lo gritaba, como si ella fuera a escucharme.

Sé que cuando hablo de ella te sientes mal, pero tenías que saberlo. ¿Sabes una cosa? En aquel momento sentía que la odiaba. No era cierto. Lo siento mucho, pero la quería muchísimo. Aunque todo hubiera sido una mentira.

Aquella noche marqué su número desde el teléfono del hotel.


 <<¿Hola?>> No dije nada. Ella tampoco volvió a hablar. Me quedé unos instantes en silencio, escuchando su respiración. Después colgué. Sigo enamorado de tus mentiras.

Cuando el universo cantaba para mí (Kpop inspired)Where stories live. Discover now