Recuerdos abarcaban su mente. Recuerdos que, por una parte, quería olvidar pero, por otra, no quería. Los necesitaba. Los necesitaba para poder seguir. No eran claros, eran flashes. Flashes de lo que una vez llegó a hacerle la mujer más feliz del mundo. En ellos, en aquellos recuerdos fugaces, aparecían, en ocasiones, rasgos de su cara: la peculiar manera en la que se le partía la mejilla al sonreír, las arrugas que se le formaron a ambos a lados de sus ojos, aquella sonrisa de lado; en otras ocasiones solían aparecer momentos: la graciosa manera que tenía de ignorarla cuando no le hacía caso, la forma que tenía de llamarla, sus abrazos... recuerdos, recuerdos de algo que pasó y no volvería. Ella, era consciente que ningún hombre llegaría a amarla como él lo hizo y él, cuando se fue, era también consciente que nadie lo miraría como ella lo hacía: con esos ojos llenos de luz que gritaban lo mucho que le amaba, ojos que tras su partida no volvieron a iluminarse de aquella manera. Recuerdos, recuerdos que tanto le daban esperanza como se la quitaban, que le hacían estar viva y a su vez le quitaban las ganas de vivir. Él fue su primer y único amor y se encargó de evitar que lo olvidara hasta su lecho de muerte. No volvería a ser feliz como con él lo fue. No intentaría encontrar de nuevo el amor ya que seguía enamorada, lo había estado desde que lo conoció y lo estaría hasta que descansara junto a él en aquel estado que a la gente le gustaba llamar "paz eterna".
