Capítulo Nueve

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Tres días y el malnacido no se dignaba llamarlo, tres días sin saber de él, sin que le contestara el celular, sin que supiera su paradero

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Tres días y el malnacido no se dignaba llamarlo, tres días sin saber de él, sin que le contestara el celular, sin que supiera su paradero. Contactó a Molly para saber qué había pasado pero al parecer también se había borrado del mapa.

Así que ese domingo, luego de discutir con su padre porque despediría a Alan ante tanta inasistencia, se fue entrada la tarde a la casa de los Reiner para averiguar qué cojones pasaba con la casi divorciada pareja.

Al ubicar la morada, aparcó el auto frente al garaje. A pesar del día era esplendoroso, el hogar tenía un cierto aire tétrico, como si nadie hubiese estado allí en meses. Revisó los alrededores y al no notar movimiento alguno, fue a la entrada principal.

Acordándose de las veces que traía a Alan podrido de la borrachera que se impartía cada que salía de trabajar los fines de semana, tanteó la parte superior del marco de la puerta donde encontró la llave de la casa, la que usaba para meter a su amigo a hurtadillas.

Cuando entró todo estaba oscuro a pesar de que era de día. Las cortinas negras por lógica, envolvían en penumbra el interior. Caminó siendo cauteloso pues había dado traspiés con algo en el suelo. Con cada pisada escuchaba el crujir de un vidrio quebrado y un fuerte aroma a cerveza mezclado con alcohol. Ya en la mente del pobre Charly se había colado los peores pensamientos. "Ojala este maldito no se le haya dado por matarse".

Adaptándose en el aparente campo minado, siguió lento hasta que por fin atravesó la sala para correr las cortinas, quedando boquiabierto por el panorama.

Todo era desastre, como si un terremoto hubiera volteado esa casa. Había reguero de botellas en todas partes, tanto de cerveza como de licor, así como latas y envolturas de comida chatarra, una sábana cubría el sofá y había ropa tirada. Lo que más le impactó fue el individuo tendido bocabajo en el sofá, con apenas una pantaloneta puesta.

Aunque todo era caos, le alivió que su amigo aun respirara, pero se inquietó al notar que su mano izquierda, la cual tocaba el suelo aferrada a una botella, sangraba. Al ver que aun el líquido rojizo salía de la herida, se acercó para despertarlo.

Le costó sentarlo en el sofá, recostando su espalda en el respaldo del asiento, haciendo que su cabeza se fuera bien hacia atrás. Le revisó parte del pecho que tenía sangre pero seca; al parecer solo se había cortado la mano. Cuando asomó la cabeza por encima del sofá y se percató del reguero de vidrios a causa de una botella rota, encontró también sangre. No tuvo la intención de matarse pero tal vez por un ataque de ira se lastimó el muy imbécil. Divisando una botella de lo que parecía ser vodka ya que no tenía etiqueta, la destapó y se la derramó en la cortada a Alan.

Aquel desgraciado gimoteó, luego bramó por el ardor de la herida. Abrió los ojos, consternado, porque ni siquiera sabía dónde estaba, se quedó mirando al barbudo que impávido lo observaba.

—¿Qué paso? —musitó, refregándose los ojos, sintiendo que le martillaban la cabeza con un enorme mazo y unas terribles ganas de vomitar.

—Eso te pregunto yo a ti: ¿Qué diablos pasó? —inquirió Charly mientras tomaba una camisa blanca, milagrosamente limpia entre tanto chiquero, para envolverle la mano lastimada.

Fragilidad [Estados del amor I] ©Where stories live. Discover now