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Una hora más tarde Harry aparcó la furgoneta blanca en la parte trasera de un motel que había estado rondando durante más tiempo del que le gustaba confesar y arrastró su carga, todavía inconsciente, a la habitación del motel. No había sido seguido, pero no era tan estúpido como para asumir que alguien por ahí no iba a buscar aquella furgoneta rápido. Una operación bien hecha no lo era sin su reserva.

Con movimientos rápidos la ató y la amordazó, aunque para ser honestos no parecía como si fuese a despertar pronto, pero prefirió no equivocarse en la cuestión de la precaución.

Ella respiraba normalmente, el golpe en su cabeza no era demasiado grande, y él tenía que librarse de esa maldita furgoneta y hacer una llamada telefónica. Condenación, ésta era la maldita última vez que le hacía a Dash o a Simón un favor. Sabía que mezclarse con ese curandero y su harén era una idea estúpida. Realmente estúpida.

Miró fijamente a la belleza dormir, con una mueca en su cara, con sus manos apoyadas en las caderas, y asumió que ella viviría durante el breve tiempo que tenía que estar ausente. Él odió hacerlo, pero maldito si tenía una opción. Esa furgoneta era como un faro para los malos, y si iba derramarse sangre deseaba estar condenadamente seguro de que no fuera la suya, pensó mientras se giraba y salía de la habitación.

Dejó la furgoneta en un depósito de chatarra aproximadamente a diez millas de la ciudad antes de caminar al teléfono público más cercano y llamar a un taxi. El taxista que le recogió y lo condujo a su motel, más allá de uno de los bloques de pisos bulliciosos, unas manzanas más arriba, estaba ligeramente borracho, o era un beligerante asiduo a fiestas.

Allí Harry volvió a su habitación, abrió la puerta y la cerró con fuerza. Bien, por lo menos la muchacha todavía respiraba. Y no era demasiado duro mirarla, pero maldición si deseaba ese problema.

Sacando su teléfono móvil de su bolsillo hizo una llamada sumamente importante.

¾¿Hola nene, qué puedo hacer por ti? ¾La voz era suficiente para hacer a la polla de cualquier hombre contraerse nerviosamente. Lamentablemente, estaba demasiado cabreado para dejar a aquel órgano tener cualquier opinión.

¾Sacadme de aquí ¾espetó él en el código para una reunión de emergencia ¾. Estoy en el Lazy Oak Inn. ¿Para cuándo puedes estar aquí?

Hubo un corto silencio.

¾Una hora ¾contestó ella, con voz fuerte que no demostraba ninguna preocupación que la situación ahora requería¾. ¿Tienes el condón?

Él deseó poner sus ojos en blanco ante la pregunta. La hija de Marion era considerada como un escudo entre el éxito o el fracaso con la Ley de Casta más importante para el voto. Eso de dar la autonomía, el derecho de defender y matar a sus atacantes sin prejuicio. Si Amanda Marion se quedara segura y feliz, el Presidente Marion votaría según su conciencia. Pero si ella era usada contra él, mantenida para utilizarla para conseguir un voto negativo, entonces las Castas podrían bien poner sus cabezas entre sus piernas, besar sus traseros y decir adiós. Marion los vendería por la vida de su hija y nunca les daría un segundo pensamiento.

¾Tengo el jodido condón, maldición ¾gruñó echando un vistazo a la muchacha otra vez¾. Ahora trae tu trasero aquí.

—Eres tan romántico —suspiró petulantemente la voz femenina¾. Puede ser que tenga que azotarte por esto.

¾Asegúrate de traer el látigo ¾refunfuñó¾. Vas a necesitarlo. Muévete ya.

Él desconectó la llamada, entonces se recostó en la silla y contempló a su preciosa cautiva. Resopló por el pensamiento. Él estaría pronto fuera de este pequeño lugar y de la vigilancia de la casa y de los problemas pegados con ella ahora. Simón Quatres y sus pequeñas potrancas mejor ponían sus traseros en marcha y se venían aquí rápidamente porque él no estaba de humor para esto.

Alma profunda (H.S)Where stories live. Discover now