(42) BQN 9R3

33 3 15
                                    

Aunque no fuera la acepción habitual, tenía delante una auténtica arma humana. El brazo de la Hojalatera era una sobrenatural navaja suiza que lo hacía todo. Cortaba, electrocutaba, absorbía, mordía.  No bastaba. Seguro que nunca lo admitiría delante mío, pero había visto su cara morena desfigurarse entre el pánico y la rabia. De aquel pequeño cementerio aislado se habían ido levantando decenas, quizá un centenar de cuerpos. Solo era capaz de verla entre la multitud por sus movimientos rápidos, bruscos. Y por los pedazos de sus enemigos que ella hacía saltar alrededor con zarpazos y mandobles.

Mientras Lorca y yo nos abríamos paso entre las filas de muertos, a golpes y llamaradas, entendí un poco más del secretismo de Otromundo. Me había preguntado por qué nadie había intentado dominar el mundo. Ni siquiera el Círculo, con toda su influencia y riqueza. Era simple: nuestro poder era insignificante en comparación con el de la humanidad. Los Alter eramos individuos con dones especiales, pero la gente normal tenía el número. La Hojalatera y yo hubiéramos tenido, a la larga, las de ganar en este combate. Pero un centenar de enemigos había bastado para ir agotándonos. Mis miembros pesados, mis pulmones cargados de polvo de la tumba, me decían lo cerca que había estado de morir aquí.

Y eso contra un enemigo sin mente, sin astucia, sin milenios de tecnología y tácticas de combate a sus espaldas. Un batallón de soldados humanos nos hubiera acribillado en un par de minutos, a los zombis y a nosotras. Quizá no hubieran visto demasiada diferencia entre las chicas monstruosas y los muertos vivientes: seríamos amenazas, nada más. Y nos matarían como a perros.

Cuando un zombi atinó a arañarme la cara y agarrarme del pelo porque estaba distraída con estos pensamientos, le arranqué el brazo desde el hombro y le hice pedazos usándolo de garrote. No me estaba concentrando en la batalla. Y esas reflexiones no eran mías, o al menos no solo mías. Con un gruñido de disculpa, el Djinn se alejó de mis pensamientos y regresó a su madriguera en un rincón de mi alma.

Cuando alcanzamos a la Hojalatera, le toqué el hombro, como una estúpida, para hacerle saber que habíamos llegado hasta ella. El revés crepitante que me lanzó casi me arranca la cabeza. Sin pensar, le pegué una bofetada. Para que volviera en sí, para calmarla o porque yo misma estaba al límite.  Miró hacia mí, sin verme, con los ojos inyectados en sangre, de la tensión o del polvo de cadáver que flotaba alrededor. Por fin, enfocó su mirada en mí y hubo un destello de reconocimiento. "Nota mental: no volver a sorprender a nadie en mitad de un pelea", me dije.

No hubo disculpas. No había tiempo, ni me apetecía ser la primera en hacerlo. Supongo que ella tampoco. Teníamos asuntos más urgentes entre manos, y nos aplicamos a conciencia.

Lo que había sido un asedio tenso se convirtió en una masacre. Si es que el término puede asociarse a cosas muertas. Lorca parecía más que nunca un león llameante. El fuego se extendía por su cara, brotando de sus ojos como lágrimas. Hasta su cabello dejando una estela ardiente a su paso. Sus manos y pies ardientes eran mucho más eficaces contra aquellas cosas podridas; se adentraba entre ellos más deprisa que yo, mientras destruía el doble de enemigos. Cuando gritaba -ya no rugía como un animal, sino que aullaba apasionadamente en algún idioma desconocido- veía ese mismo fuego refulgiendo dentro de él, como si fuera a lanzar llamaradas por la boca.

No debieron pasar más de cinco minutos entre la llegada de Lorca y el final del combate. Rodeados de cuerpos inmóviles reducidos a pedazos y cenizas, la Hojalatera y yo nos dedicábamos a recobrar el aliento. Solo nosotras. Lorca estaba relajado, con esa calma suya de siempre. No, no era cierto. Cuanto más le miraba, más diferente le notaba. ¿Qué le habían hecho los Hijos? Ya no era aquella paz controlada de antes. Aquella que me cabreaba porque parecía que le divertía saber algo que yo no.

No, estar en su presencia era como entrar en el ojo de un huracán. El Djinn siseaba como un tigre asustado, pero todo lo que era mío y no suyo se encontraba a salvo delante de Lorca. Me arropaba sin necesidad de tocarme. La Hojalatera, en cambio, no compartía estos sentimientos. Tan pronto pudo volver a respirar, su brazo rojo se erizó una vez más de cuchillas de afeitar, largos tornillos afilados y astillas metálicas. No me había dado cuenta de cómo rechinaba los dientes al hacerlo. De tan cerca, vi la sangre que manaba entre las junturas oxidadas.

Alianza de Acero: una novela de Dark'n'SoulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora