VIII. Cicatrices. {FINAL}

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Quería dormir con ella. No, no sólo quería besarla y hacerla suya como hacía siglos no lo lograba. Quería acercarse a ella, porque sus manos y sus labios estaban destinados a estar juntos.

Hacía frío. Los días lluviosos habían cambiado por noches nevadas y días blancos, llenos de luz. Pero Budo tenía dentro de su corazón el alma adolorida y oscura. Nada le calentaba. Ni la calefacción de su hogar, ni la fogata que le había organizado su ex-novia de no hacía menos de dos días, la mismísima Mina Rai. La relación no funcionó. No duraron apenas más de un mes, y fue la indiferencia de Budo lo que hizo que Mina abriera los ojos.

Budo no podía amar a nadie. Él ya tenía el corazón apartado.

Estar sentado en su cama no ayudaba. Estaba desnudo. Tenía los párpados hinchados, y el lacio y brillante cabello despeinado, dejándole ver como un desesperado por amor. Y eso era, técnicamente. Tragó saliva, separando los labios después. Estaba sediento. No había tomado ni una gota de agua desde hace dos días y resistía, pero sabía que no se contendría a tomar toda la botella de alcohol apenas tuviera la oportunidad, y seguramente por las fechas no estaba muy lejos la ocasión.

Se levantó mareado, y con esfuerzo, caminó hacia el espejo de su habitación. Se miró, notablemente más delgado, menos fuerte, con la mirada perdida, con un brillo especial en los ojos que delataba que en cualquier momento iba a llorar de nuevo. Y, sobretodo, algo que destacaba, e inevitablemente su madre se habría dado cuenta de ello ya.

Una enorme cicatriz en el pecho del lado izquierdo.

Se la tocó con cuidado, pese a estar perfectamente cicatrizada. Las lágrimas se le resvalaban como si de un pecado decorase el maldito edén, ya manchado y destruído. Así se sentía él.
E hizo su esfuerzo por dirigirse hacia el ropero, aún cuando tenía la visión borrosa por el llanto aún no descargado y que retenía ahí, entre sus pupilas y recuerdos.

Se vistió apenas con la ropa que vio delante suyo. Tampoco era como si tuviera que preocuparse, toda su ropa era fina, elegante y bonita. Se secó el rostro para que su madre no pudiera verle. No se peinó, no tenía ganas de ver su reflejo deteriorado, debastado. Y así, salió corriendo de su hogar.

Ésta era su última salida. Su única esperanza. Quería hacerlo ahora, tenerla en brazos, besarla, tomarle de la mano, hacerla suya una y otra vez hasta que dejara de gemir ese asquero nombre de dos sílabas. —Ta-ro—.

Budo se aseguró de que fuera la hora adecuada, y lo era. No le gustaban las noches tan frías, aunque a él, el frío no era nada comparado con el vacío dentro de sí

Tocó la puerta como si toda su fuerza se hubiese concentrado en esos golpes. No tardó nada, sólo un par de segundos fueron suficientes para toparse con la cara de Ayano. Flaca. Con la mirada perdida, las pestañas grandes, la nariz pequeña, aquella cola de caballo que también se veía desordenada.

—Es... hora.— No saludó, no dijo nada. Simplemente asomó un poco más la mirada dentro de la puerta y pudo admirar que Ayano, dentro del departamento, estaba desnuda.

—No quiero ir.— Respondía seca, antes de cerrar la puerta bruscamente.

Budo dio una patada, forzándola a abrirse. Era un karateka, era un samurai. No se dejaría manipular por cualquier niña psicópata... Por más que ese fuera su deseo. Porque, carajo, como lo deseaba.

—Vístete.

—Hagámoslo, Budo...— Ayano se sentaba sobre una mesa, abriendo las piernas. Todo hombre en esa situación hubiera caído, pero Budo no. Ya la conocía, intentaba distraerlo. Furioso, fue hacia la habitación de su amada nipona, agarrando un vestido rojo, y agarrándola de los brazos, forzándola, se lo pudo poner. Se escucharon gritos, Ayano intentaba defender. Pero no podía.

Mátame {Ayano x Budo}Where stories live. Discover now