I CAPÍTULO | NECROMONTE - Pag. 1

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  La noche escondía a los miedos, todos al acecho, dispuestos a engañar a los asustadizos

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  La noche escondía a los miedos, todos al acecho, dispuestos a engañar a los asustadizos. La oscuridad ocultaba la seguridad del día, haciendo que cualquier persona u objeto pudiera ser un peligro. En lo más alto de la colina, las cruces de los difuntos se distinguían por la luz de la luna. Los muros del camposanto eran altos e inclinados; en las esquinas y en la solera superior de los muros, las enredaderas de espino se enzarzaban protegiendo las tumbas del interior. Arbustos y cipreses rodeaban el cementerio, que parecía querer hablar. En el pueblo, el cementerio era conocido como el Necromonte, y era el lugar que más temían de la Tierra.

  Soy Manuel, bailaor desde muy niño y miedoso desde que nací. Recuerdo como una noche, a mis doce años, me vi obligado a esconderme entre las sombras. A menudo, a mis amigos les encantaba llevarme allí, para dejarme solo y así burlarse de mi cobardía. Riendo sin parar me ataban a un viejo y tenebroso ciprés; apretaban lo justo para poder huir corriendo y que yo, tras forcejar, tuviera que escapar en solitario del acecho de las sombras. Tras varias noches maldiciendo sus gracias y escapando del cementerio aterrorizado, descubrí algo extraordinario: mi sombra tenía vida propia. Sí, mi sombra renacía, mi lado oscuro se separaba de mí cuando por las noches subíamos a la montaña de la muerte y entrábamos en la necrópolis. Primero no lo quería creer, pero, tras varias noches, me di cuenta de que mi sombra se alejaba de mis pies y caminaba por sí sola. Descubrí que era muy traviesa, se alejaba de mí, aprovechando la luz lunar. Lo peor era que, cuando ella no estaba conmigo, mis temores eran más esquizofrénicos y malhirientes. Lógicamente, trataba de no acercarme al Necromonte, pero mis amigos siempre querían jugar allí.

  Recuerdo que una tarde no quería llegar a casa. Llevaba todo el día jugando por el cementerio. No había hecho ninguno de los recados que mi madre me pidió, y por eso no quería volver pronto. El plan sería esperar que mi padre se durmiera en el sofá como cada noche y volver sin que nadie me viera, ni él ni mi madre, al menos hasta la hora de cenar. La verdad es que ya era bien tarde, me escondí entre las sombras de un arbusto porque Pedro el Pelao me buscaba para devolverme un palo que le diera días atrás. Recuerdo que, para despistar a Pedro, tuve que escapar por una grieta desde el interior del oscuro cementerio. Era mi salida secreta, mis malévolos amigos no la conocían; justo al pisar fuera, me di cuenta de que me faltaba mi sombra, antes de irme, debía recuperarla, ya que una vez atardecía, y estando en el Necromonte, ella se escapaba para jugar. Mi sombra era necrófila, le encantaba buscar tumbas de mujeres y hombres jóvenes recién fallecidos. La verdad, no era fácil cazarla quieta. Debía tocarla con suavidad, rezaba un par de avemarías y así todo volvía a la normalidad. Este truco me lo enseñó el padre Luis, que me aseguró que yo era el único capaz de separarse de su sombra.

  Ya bien entrada la noche, y una vez atada mi sombra a los pies, salí corriendo colina abajo. Era como volar, no sentía el suelo donde pisaba. Corría y miraba a los lados, las sombras que escondían los miedos me observaban amenazándome. Pedro el Pelao gritaba desde el cementerio al tiempo que tiraba piedras con todas sus fuerzas al verme correr por la colina. Siempre recodaré aquella huida, ya que aquella noche mis miedos me iban a atrapar para siempre.  

  

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