II CAPÍTULO | Necromonte - Pag. 2

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 Tras varias bromas y risotadas, tratando de conseguir que la acompañara a su casa, me marché con ganas de que pasaran más cosas entre los dos

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 Tras varias bromas y risotadas, tratando de conseguir que la acompañara a su casa, me marché con ganas de que pasaran más cosas entre los dos. Soy un cobarde controlado por mis miedos.

—Sí, anda, sí, tira para tu casa, no vaya a ser que la liemos; y oye, ten cuidado a la vuelta, no vaya a salirte la anciana del camino viejo y disfrute de las cosas con las que otras solo soñamos —dijo riéndose a carcajadas.

  Avergonzado, traté de responder con una razón verosímil por qué me marchaba tan raudo; pero, cuando alguien tiene razón, no hay sarcasmo que lo pueda rebatir.

  Estaba cansado y, como mi asno Rodrigo había pasado la tarde durmiendo y rumiando alfalfa, me monté sobre él, para así librarme de algunos kilómetros. Para distraerme, cantaba bajito algunas canciones que tanto bailé de niño. Mi mente trataba de despistarse con recuerdos cercanos y alegres; pero, según avanzaba por el camino viejo, mi sombra y mis miedos empezaban a excitarse. Rodrigo caminaba pausado, la verdad, yo creo que nunca lo he visto galopar; él hacía muy bien su trabajo de carga, aunque muy despacito. Mis ideas no encontraban otro destino que el miedo. Traté de despistar cualquier matiz que me asustara, pero me vino a la cabeza la leyenda de la anciana del bosque viejo.

  Dicen que dicen que, cuando entras entre los árboles del bosque viejo, ya bien entrada la noche, los troncos cambian de lugar, los tordos se convierten en búhos y las flores en marchitas azaleas. Cuando menos lo esperas, la mano de una anciana cruel te agarra por la espalda y te pide un tributo para pasar por su bosque. Unos dicen que roba las monedas que hayas ganado en el día, otros que te rasga el corazón y nunca más conoces el amor. Algunos incluso dicen que te maldice con su ojo de cristal y te vuelve estéril para siempre. Podría decir que, por cada habitante del pueblo, había una historia diferente sobre lo que la anciana del bosque te podía hacer. Yo, a cada uno de ellos, les contesto: «Sabes que te digo, que dicen que dicen».

  Traté de dejar cualquier historia fúnebre de lado; pero, como si de una ventisca se tratase, las imágenes de los últimos entierros del pueblo me visitaban en mi perturbada mente. No pude evitarlo: la imagen de mi padre sobre su lecho de muerte apareció en mi cabeza; en ese mismo instante noté una mano sobre mí. Rodrigo salió galopando. Desde el suelo observé que huía, corría como si de un corcel se tratase, rebuznando y zigzagueando. Al caer al suelo, la mano dejó de tocarme. Cuando me levanté, la volví a notar.

—¿Qué haces en mi bosque? —dijo una voz ronca y oscura.

  No pude evitar mojar los pantalones. Estaba justo en el lugar más oscuro del bosque. Las estrellas desaparecieron entre las hojas de los chopos; a través de los arbustos y ramas no entraba una pizca de luz lunar. Justo cuando le iba a contestar, volví a escuchar su voz:

—Tócame el culo moreno. —Me giré bruscamente y en la oscuridad pude reconocerle. Era José el Zalamero.

—Cagao, te has meao —dijo el muy borde, con toda la razón del mundo.

  A José nadie le podía discutir nada, era capaz de convecerte de cualquier cosa, hasta tal punto que ni siquiera pensé en reprenderle por aquel tremendo susto que me dio. Tras insultarle un rato, me alejé del camino para ayudarlo con un favor que quería que le hiciera. Yo trataba de que me explicara qué era, y él solo me repetía que le tenía que hacer un favor muy grande. Cuando intuí a dónde íbamos, le paré y le puse las cosas muy claras.

—Oye, tú, yo al Necromonte no voy, que lo sepas.

—Escúchame, cagao, la madre del Joselito se ha muerto hace poco, y la han enterrado con su oro. Abrimos su tumba, cogemos las cadenas y los anillos, y nos los repartimos, de eso no se va a enterar ni Dios.

  Nada más oír su plan, salí corriendo para no discutir con él. José me siguió gritando malsonantes insultos. Tras unos minutos me tropecé, y él me alcanzó.

—José, mira —dije señalando un gato negro muerto con el que me había tropezado.

El Zalamero iba a cantarme las cuarenta; pero, cuando vio al pobre animal tendido y con las entrañas fuera, me dijo:

—Mal fario, amigo. Tira para tu casa, no la vayamos a liar.

  Lo primero que hice una vez solo fue llamar muy bajito a Rodrigo, pero seguramente ya estaría muy cerca de casa. Caminé mirando tras cada árbol y tras cada roca. Mi sombra aún seguía pegada a mí, aunque la sentía como nunca antes la había sentido. Parecía querer ir al Necromonte, ya que, cuando la veía con los pocos reflejos de la luz lunar, la observé mirar hacia allí. Una ventisca se convirtió en varias ráfagas de frío viento, había salido de una zona de chopos. Hacía frío, tiritaba aun llevando mi chaquetón. Seguí caminando con pasos inseguros, volvía a encontrarme encerrado entre grandes y robustos pinos que se zarandeaban moviendo sus copas. Los sonidos de golpes, ramas rotas rodando y extraños silbidos chillando me hacían acurrucarme en mi bufanda. Parecía que todas las sombras me miraban. Desde los doce años, no había vuelvo a sentir a mi sombra tan nerviosa. Yo sabía que había sombras tan oscuras que seguro que eran ánimas esperando sentencia antes de pasar por el purgatorio.

  Mi casa parecía muy lejos y sentí la intuición de que no iba a volver a verla. Un escalofrío me hizo mirar atrás.

  La silueta de una capa con capucha me hizo caer. 

FIN DEL CAPÍTULO II

¡Sigue en el CAPÍTULO III !

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