III CAPÍTULO | Necromonte - Pag. 1

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 Pregunté: «¿José?»

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 Pregunté: «¿José?». Tras esperar unos minutos y no recibir respuesta, me levanté y empecé a correr de espaldas sin dejar de mirar aquella silueta, alejándome de ella. Justo cuando dejé de mirarla y eché la vista al frente, tuve que parar; ahora aquel ser estaba a unos metros de mí, justo delante. Bajé la vista y empecé a rezar deseando que aquel espectro solo fuera cosa de mi asustada imaginación. Vi como mi sombra se ocultaba totalmente en mis zapatos. Cerré los ojos con fuerza y, en aquel momento, noté una mano arrugada sobre mis mejillas. Me levantó el rostro y, frente a mí, vi a una anciana malherida y sin mirada. Observé aterrado que no tenía ojos. Estaba tan horrorizado que no me había dado cuenta de que, tras el espectro, había aparecido de la nada un lago, sereno, reflejaba cada árbol, cada sombra, cada miedo, todo excepto la sombra de la anciana. Su mano me soltó y yo no dejaba de sollozar y temblar. Aquella anciana triste y despeinada metió la mano en su zurrón y sacó dos objetos. Me los ofreció y yo, tembloroso, los tomé. Después, sigilosa, se transformó en una sombra y desapareció entrando en el lago. La oscuridad de la noche ennegreció el lago, que finalmente desapareció tras una espesa niebla.

  Miré mis palmas, en una mano tenía una navaja y en la otra una carta. Sin pensarlo dos veces, leí lo que decía, mis dedos sudaban al descubrir que era la letra de mi padre: «En esta carta encontrarás dónde está Paco el Pelao. Cumple los deseos de tu padre...». Mi padre maldecía y justificaba por qué debía matarlo, en cada frase de su carta se leía rencor y odio, y, efectivamente, al final de la carta me marcaba un lugar y una hora en la que podría encontrar a Paco sin compañía. Al terminar de leer, a lo lejos, pude reconocer un camino cercano que me llevaría a la casa de mis padres. Llorando de pánico, salí corriendo de aquel bosque embrujado.

  A la mañana siguiente, lo primero que hice fue ir a confesarme a don Luis. No me puso cara de sorpresa, ya que no era la primera vez que alguien del pueblo le contaba una historia similar a la mía. Le confesé que, justo cuando salí corriendo tras ver a la anciana, se me escapó un «me cago en mi vida». Por supuesto, don Luis se enfadó muchísimo conmigo y me reprendió para que nunca más volviera a cometer un sacrilegio similar. Tras rezar todas las penitencias que el sacerdote me pidió, para así respetar el sacramento de la confesión, me aconsejó como actuar. Lo primero fue advertirme que no debía contar nada a nadie, incluida su madre, ya que, si le dábamos rienda suelta a la leyenda del bosque embrujado, el demonio tendría más razones para visitar el pueblo. Como debía ser, el padre Luis me advirtió del peligro que entrañaba la venganza para mi alma y que lo que debía hacer era enterrar tanto la carta como la navaja.

  Traté de dejar pasar los días. Reflexioné sobre cada uno de los hechos que habían ocurrido en mi vida y sobre todo acerca de mi último encuentro con mis miedos más profundos. Tras meditarlo mucho, supe qué hacer. Advertí a mi madre que esa misma noche me iba a quedar con Lucía. Decisión que mi madre recibió con alegría, gritando un sarcástico «¡aleluya!». Luego me pidió que tuviera las manos quietas y que cuando estuviéramos solos le pidiera casarse conmigo.

  El atardecer se escondía, dejando que las anaranjadas nubes se tornaran grises y seguidamente negras. La luna llena se escondía tras un círculo que dibujaba su reflejo en las nubes. La oscuridad volvía a motivar a los miedos. Justo en aquel anochecer, los primeros copos de nieve empezaron a caer y, según avanzaba la noche, los caminos se helaban con mucha rapidez.

  No era el momento de echarme atrás. Estaba en la cantina con Lucía y, tras alargar la noche, empecé a inventar excusas imperdonables de por qué debía marcharme. La verdad era que, para quedarme a dormir en casa de Lucía, necesitaba mucho más valor del que había reunido. 

 

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