II CAPÍTULO | NECROMONTE - Pag. 1

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Veinte años más tarde

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Veinte años más tarde



   Dicen que dicen que en el camino viejo se esconden brujas y malos augurios. A las doce, con el sol en lo más alto del cénit, transitar por aquel viejo camino no parecía hacer justicia a aquellas leyendas. Mi quehacer diario transportando patatas, lechugas y zanahorias, entre otras muchas exquisiteces, me hacía pasar por aquella ruta, como mínimo tres veces al día; incluso, alguna que otra vez, en una de sus variantes, pasaba junto al cementerio, lugar que, a plena luz del día, simplemente parecía un castillo fortificado, seguro y sin nada que esconder. Ya hacía muchos años que no me atrevía a entrar a aquel lugar una vez se escondía la luz diurna y dejaba paso a la tenue iluminación de la luna. Durante los días de verano, con el sol en plenitud y escondiendo el mayor número de sombras posible, era cuando más me gustaba visitar la tumba de mi padre. Yo hablaba mucho con él, me gustaba contarle como iba la finca, también le explicaba las estupendas truchas que yo había pescado y que mamá cocinaba con su toque de limón; a veces le preguntaba por las sombras y por los miedos que sentía en la oscuridad. Por supuesto, nunca recibía respuesta, pero me gustaba sentir que él estaba cerca de mí, que me quería como siempre y que algún día lo volvería a ver. No quería perder la fe de mis sueños de juventud; y no digo que crea en los curas, solo digo que me gustaría volver a verlo, como imaginé de niño cuando él murió.

* * *

   Todas las tardes, antes del alba, visitaba la cantina Malahierba, solía tomar una cerveza y la tapa del día. Esa tarde saboreaba un suculento revuelto de morcillas de Canillas de Aceituna que daba un sabor especial a la cerveza fría. En aquel instante, entró por la puerta el ser más bello del valle: era Lucía. No podía entender como mantenía aquel pelo moreno y ondulado tan bien puesto y tan brillante. Su sonrisa enamoraba hasta al más frío de los hombres, y su cuerpo no solo desprendía sensualidad, sino también dulzura. Solíamos vernos en la barra del bar. Cuando entró, sin poder evitarlo, estudié cada parte su cuerpo con mi mirada.

—Chiquillo, que se te van a marear los ojos —dijo Lucía muy pícara.

—Mujer, es que hay mucho que mirar —dije sin dejar de observar.

—No es que diga que solo mire eso, claro, bueno, que no, que... yo solo quería decir... que la tarde está bonita y que hay mucho que mirar —parafraseé, nervioso y muy torpe.

—No te has dado cuenta —dijo ella tocándose el pelo y derritiéndome con una sonrisa que me anulaba por completo.

—Me he cortado el flequillo —dijo presumida y juguetona.

  Las cervezas se acumulaban en la barra, unas aceitunas con mojama y unos calamares nos hacían pasar las horas entre risas y miradas cómplices. Cuando me quise dar cuenta, la oscuridad de la noche pintaba las calles. Desde la muerte de mi padre, trataba de llegar a casa antes de que anocheciera. Tan solo las tardes que pasaba con Lucía se me hacía tan tarde y el manto de la noche caía ocultando los caminos. Normalmente, cuando ocurría esto, volvía a casa por el camino nuevo, en el que, con una buena luna, no se veían demasiadas sombras, excepto frente a la casa de los Martínez, donde el camino se oscurecía por las ramas de las encinas. Lo que no recordaba era que las lluvias más torrenciales de la zona de los últimos veinte años habían anegado por completo gran parte del camino de vuelta. No había otra solución que enfrentarme a mis miedos y a mi sombra, debía volver por el camino viejo.

  Hacía años que no quería sentir miedo, inventaba lo que fuera para no afrontar ese sentimiento.

—¿Ya te vas, chiquillo? —replicó con el entrecejo fruncido.

—Se ha hecho tarde y tengo a mi madre sola en el campo, pobre mía —dije tratando de ocultar demasiadas verdades obvias. 

 

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