I CAPÍTULO | NECROMONTE - Pag. 2

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   Mi familia y yo vivíamos en una humilde finca, de la que, a base de maltratar la espalda de toda la familia, lográbamos sembrar y salvar las cosechas

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   Mi familia y yo vivíamos en una humilde finca, de la que, a base de maltratar la espalda de toda la familia, lográbamos sembrar y salvar las cosechas. Nuestra tierra era nuestro sustento. Aquella noche que me marcó para siempre, las luces de toda la casa estaban encendidas, una sensación de tristeza hizo que mi sombra se hiciera más pequeña. Al llegar a casa y abrir la puerta principal, que extrañamente estaba abierta, escuché a todos llorar. Sin que nadie me viera y sin entrar en la casa, fui a la ventana de la habitación de mis padres. Mis tobillos empezaron a temblar y mis ojos enmudecieron. Mi padre estaba estirado e inmóvil sobre la cama. Mis hermanos mayores me vieron en la calle y corrieron hacia mí, en pocos segundos salieron afuera; se abalanzaron rápidamente para que no viera más a mi padre, pero ya era tarde. Mi madre le lloraba cogiéndole la mano.

  Él llevaba días enfermo, pero no fueron sus dolencias las que lo mataron, sino una pelea vespertina con Paco el Tuerto. Un empujón, una mala caída, un maldito golpe en la cabeza y se acabó su única vida. Mientras mis hermanos me sacaban de la ventana, vi algo que me marcó para siempre, sentí un espasmo de miedo que no pude esconder. En la ventana se veía a la sombra de mi padre, dolorida y cansada, triste y melancólica. En unos segundos, vi como su sombra se separaba de sus pies y, tras saltar por la ventana, se alejó lentamente hacia el Necromonte. En ese momento juré que nunca más pisaría aquella colina.

  La semana siguiente, mi madre no dejaba de explicarme que en el cielo existía el descanso eterno. Me decía: «Los muertos van al jardín del Eden y todas las personas buenas que viven allí son felices». Yo no me podía imaginar a mi padre todo el día sonriendo, sin refunfuñar, ni maldecir a algún mayorista del mercado. Pero bueno, para mí, todo lo que decía mi madre era una verdad que creía con fe, incluso más que las que me contaba el padre Luis. Mis hermanos no paraban de maldecir al Tuerto, rebanándole el cuello con sus palabras. Por supuesto, Paco había desaparecido, y ninguno de mis familiares podía aliviar sus ansias de venganza. Todo era demasiado inesperado para mí, por mucho que me lo explicara don Luis, a mí me dolían dos cosas. Una era saber que nunca más, o sea, jamás, volvería a pescar en el río con mi padre; y, por otro lado, que nadie me quitaba el susto que tenía encima; simplemente, al ver la sombra de mi padre, comprendí que había momentos de mi vida en los que había sido un muerto, ya que, al igual que con mi padre, mi sombra se separaba de mí. Yo, a diferencia de él, era capaz de rezar un par de avemarías y volver a mi estado natural en la tierra de los humanos.

FIN DEL CAPÍTULO I

¡Sigue en el CAPÍTULO II !

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