Capítulo 2 (Son cosas que no se podrán olvidar)

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Un golpeteo insistente en la puerta de su habitación lo había hecho despertar. ¿Qué hora era? Helen checó el reloj: seis y treinta de la tarde, siesta de cuatro horas en invierno mas los golpes en la puerta.

¡Ya ábreme, zoquete! —Oh, no, no ella de nuevo, por favor.

—¿Qué quieres? —respondió adormilado y tallándose los ojos.

—Si no me abres no te digo, mira.

—No tiene seguro la puerta, entra ya.

Y una chica entró de golpe en la habitación; maldiciéndolo por no haberle abierto la puerta él mismo y llamándole "huevón" o "huevitos de oro" al ver ésta que Helen había estado durmiendo, y que estaba hecho un completo desastre —más de lo normal—, pues tenía las ojeras muchísimo más marcadas que anteriores veces que le había ido a ver, el cabello se le miraba grasoso y el olor que emanaba no era lo más agradable del mundo.

—Te estás pudriendo —dijo, sentándose en un banquillo que Helen tenía a un lado de la cama—, ¿desde cuándo no te bañas, asqueroso animalito de la creación?

Helen sólo se la quedó mirando con indiferencia. A él no le importaba estar hecho un asco y oler como a alcantarilla del tercer mundo, a él en esos momentos un tanto difíciles de su vida a lo único que le tomaba cierta relevancia era a comenzar a estar bien; ya sin problema alguno del pasado que le atormentase por las noches, haciéndole quedarse en vela hasta que los recuerdos desaparecieran parcialmente de su pensar.

—Otis, reacciona —escuchó decir a Nina, la invitada indeseable que se hallaba en su cuarto, molestándole con sus niñerías como siempre hacía ella.

—¿Qué quieres? —dijo, sonaba molesto y la boca le apestaba.

Nina frunció el ceño. ¿Cómo que qué quería? ¿Por qué todo el mundo insistía en hablarle de forma grosera cuando ella sólo quería saber cómo se encontraban? Como si alguien más se preocupase por esa bola de perros muertos de hambre y con una necesidad descomunal de cariño, como si alguien más les ayudase y escuchase todas las mierdas que ese montón de idiotas tenía para decir, aunque, claro, tampoco era como si los demás le hubieren pedido ayuda a la pelinegra.

—Una queriéndote subir los ánimos y tú me sales con tus majaderías.

—No es mi culpa, llevo encerrado en mi cuarto desde hace tres días leyendo unas cartas sin importancia que encontré en mi baúl de recuerdos y...

—¿Baúl de recuerdos? ¿Cartas? ¿No ya habíamos hablado sobre esto, Helen? —le riñó la chica. A ése lo que le entraba por un oído le salía por el otro.

Helen agachó la cabeza. Un poco de caspa cayó en su pantalón al hacerlo.

—Te he dicho mil veces que recordar es malo. Te lo he repetido tanto que hasta tú has de decir que qué tanto chingo con eso —ella exhaló—. He querido hacértelo entender de todas las formas habidas y por haber, Otis, y si tú sigues abriéndote esa herida es porque y nadie más que insiste en hacerlo.

Touché. Había dado en el clavo. El chico solamente se quedó mirando el piso de madera rústica mientras intentaba digerir el pequeño sermón que su amiga le había dado hace tan sólo unos segundos atrás, y se preguntaba si sería cierto; que si a él le gusta sufrir, que si a él le gustaba quitar siempre la costra de esa herida y revivir todo en su memoria de nuevo, si él era tonto o si nada más se hacía, ¿para qué? ¡Pues para ver qué tanto lo podía traicionar el pensamiento! Para ver qué tanto daño resistía aún su débil y torcida mente, porque, claro, nunca es suficiente dolor; no le bastaba con las pesadillas recurrentes sobre Tom, de sus padres... De Charlotte. En sí, de todo lo que conformaba su turbio pasado y de alguna manera u otra seguía ahogándolo día tras día en un lago negro lleno de memorias que, a decir verdad, era mejor olvidar —cosa que, obviamente, de forma inconsciente se negaba a hacer—.

—Mira, Helen, yo no puedo ayudarte si tú no te dejas ayudar. No puedo hacer nada si tú tampoco pones de tu parte. Bien sabes que estoy aquí para lo que sea que necesites; hablar, llorar, en serio, sabes que cuentas conmigo, pero tampoco chingues y quieras que advine qué mierda te pasa, como esas niñas pubertas con el cerebro lleno de basura.

—Nina, yo... Yo sólo te puedo decir que estoy bien —Helen tomó uno de los papeles que estaban sobre el buró y recorrió con sus dos zafiros la letra cursiva que estaba en ellos.

La carta en sí estaba repleta de corazones, de dibujos de monigotes tomados de las manos, de garabatos sin sentido y mil cosas más. Helen, después de releer cuidadosamente el papel que sostenía entre sus manos, repitió la fecha más para sí que para Nina.

Diecinueve de abril del dos mil catorce.

Habían pasado ya siete años desde la última carta que había recibido de ella; desde la última vez que Charlotte lo molestó con sus tan acostumbradas cartas que siempre desprendían un aroma a vainilla y canela (muy similar al perfume que siempre usaba ella, tal vez porque las rociaba con éste cada que dejaba las cartas en el casillero del muchacho). Helen pensó en lo mucho que extrañó su vida pasada en algún momento. Helen pensó en lo mucho que le dolió dejarlo todo para convertirse en nada. Helen pensó y sin embargo, no volvió a sentir; su ser había sido tan deshumanizado durante esos últimos años que lo último que tenía planeado hacer era volver a sentir algo.

—¿Y eso? —inquirió Nina al darse cuenta de que después de la fecha Helen no repitió más nada—, ¿qué es eso, Otis?

—¿Esto? —señaló la fecha escrita en el papel—. Esto... Estas son cosas que no se podrán olvidar.

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