Capítulo 3 (Espectros del ayer)

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Esa mañana habíase levantado sin ganas, como todos los días. Generalmente solía levantarse a mediodía o a la una de la tarde, a veces a las dos, todo siempre dependía de qué tanto se hubiese desvelado la noche anterior ya fuere dibujando o leyendo a Nietzsche. Sin embargo, a esas alturas ya daba igual hasta qué hora del día se levantara, si comía o no, si se bañaba o no, pues todo para Helen se miraba gris. Aún no recordaba cuándo fue que esa visión del mundo comenzó a apoderarse de sus ojos y de su mente; quizás habría comenzado cuando era él muy chico, o hacía un par de años... La verdad es que eso también ya daba igual, porque el daño, la visión gris y todo ya estaba hecho, ya era una realidad que podía ver, oler y palpar con sus manos.

Pero volvamos mejor al relato: esa mañana se despertó sorpresivamente a las ocho menos siete. Tardó un poco para ser escupido de su cama, pero al final terminó por levantarse, sintiendo al instante la madera fría en sus pies a cada paso que daba directo a la puerta. Su primer pensamiento al mirarse en el espejo que tenía en la pared fue el de quitarse las lagañas que tenía pegadas en los ojos y tal vez cepillar un poco su cabello, pero ese pensamiento fue desechado completamente cuando se giró para ver en una esquina el cuadro que había empezado hace algunas noches. Helen, a decir verdad, no es una persona que termina sus trabajos: generalmente suele quedar insatisfecho a la mitad del proyecto y lo abandona inmediatamente antes de "arruinar" más todo lo que ha hecho, pero esa mañana en específico sintió un cosquilleo en la boca del estómago que le hizo dirigirse justo a donde tenía el caballete para terminar lo que había comenzado. Cogió su pincel. Hasta ese momento, creía que era algo grato el haber comenzado por la piel, puesto que aún no tenía bien en claro qué plasmar en el lienzo.

En el boceto se alcanzaba a distinguir una figura femenina, pero sus rasgos aún no eran definidos por el pintor; era una chica de piel lechosa, pálida, aún su cabello ni siquiera había sido pintado, pero conforme el tiempo y el pincel de Helen repasaban la tela del lienzo podían distinguirse allí un par de labios color rosa bastante finos y una nariz grande, respingada, como de perfil romano. Los ojos de la pintura, castaños: dos avellanas resplandecientes, una mirada diferente a las que él solía pintar, que eran melancólicas, sin vida, sin alma. A como transcurriese el tiempo aquel retrato iba cobrando más vida: un rostro dulce de mirar aterciopelado, de labios finos y cabello azul... Era Charlotte. Helen paró bruscamente cuando se dio cuenta de ello, retrocedió un par de pasos y admiró su obra todavía sin concluir. Estaba atónito, no podía creer lo que había hecho, ¿cómo se atrevía? ¿Cómo era posible que ella siguiese atorada en su mente cuando nunca la había amado? Helen azotó los pinceles contra el piso, se dejó caer en la cama con el ceño fruncido y de su sucia boca dejó salir un alarido de angustia, de desesperación: aquellos espectros del ayer que le atormentaban desde hacía años, los recuerdos que se reproducían en su mente noche a noche sin falta como relojito, las largas madrugadas que se la pasaba en vela, en general, su pasado, era algo que a día de hoy seguíale persiguiendo sin descanso y su Ello lo sabía, sencillamente era algo que no podría suprimir por mucho esfuerzo que pusiera en hacerlo. Se le había olvidado olvidar.

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