DE VUELTA

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Maria:

Leonardo se había marchado a la ciudad porque, supuestamente, a su novia se le había ido la pinza y debía cuidarla. Paco nos contó que su sobrina llevaba meses sufriendo por el estrés que le causaba el trabajo y que aquella madrugada había llegado al límite.

—¡Estaba histérica perdida! ¡Enajenada! ¡Loca! —Ni los testimonios en las películas de terror exageraban tanto.

—Tendría al maligno dentro —aportó Paola.

—Lo dudo. Era consciente de lo que hacía. Ha llamado a Leo varias veces y el mendrugo no la ha cogido. Después, me ha llamado a mí y he hecho lo que debía hacer: despertarlo y mandarlo a la ciudad con la muchacha.

—La muchacha endemoniada...

Me mantuve al margen de la conversación. Bastante tenía con asimilar que Leo se había pirado para estar con su churri.

Sinceramente, aquello me jodía y me deprimía. Tanto, que Tom y su acento pasaron a un segundo plano. Solo me importaba Leonardo, mi tronco, a quien odiaba y añoraba a partes iguales.

—Leo, cabrón. —Estuve a punto de derrumbarme al pelar mazorcas—. Todo me recuerda a ti.

Había dejado un vacío tremendo en Trespadejo. El pueblo se sentía más desierto que de costumbre, las labores de la granja se hacían más duras aún, y las horas parecían eternas. Jamás hubiese imaginado que la falta de alguien me afectaría tanto.

Cuando más lamenté que no estuviese, fue al llegar la noche, asomarme a la ventana y ver que la suya estaba cerrada.

—¿Leonardo?

Me encorvé y susurré:

—Ay, Leo...

—¿Maria?

Me puse alerta.

Para nada, falsa alarma. Era Paola.

—¿Se puede? —Llamaba a mi puerta.

Apreté los labios y contuve la respiración. Era tan buena persona —me había notado de bajón y quería apoyarme—, como pesada. Estaba claro que apenas había tenido amigas y no sabía regular la intensidad.

Al cabo de un minuto, se rindió y se fue. Sus piececitos avanzaron por el pasillo. Ya podía seguir hundiéndome sola.

De tener un móvil a mano me hubiese torturado con canciones deprimentes. Era algo que hacía mi antiguo compañero de piso, un chico dramático con el que, preocupantemente, empezaba a identificarme.

Pero como no tenía música, me martiricé yo sola:

—Seguro que están dándose como contraventana abierta en una noche de tormenta... —La vida rural había alterado mis símiles, aunque seguían siendo picantes—. ¡Y yo aquí!

Me tiré en la cama e inquieta me volví a levantar.

Caminé en círculos un rato, luego me paré en el espejo y observé mi careto.

—El padre Conrado me ha timado.

Negué con la cabeza

—Amiga, eso de intentar cambiar... Date cuenta.

Sin apartar la mirada del reflejo, retrocedí hasta que mis gemelos chocaron contra el somier. Me agaché para recuperar mi maleta de debajo, llevaba semanas olvidada entre pelusas, y la abrí. Como si en su interior fuese a hallar respuestas.

Tan solo había un ejemplar de Harry Potter y la piedra filosofal.

—El niño volador de gafas. —Me fijé en la cicatriz del chico—. Joder.

Obviamente, el libro no era mío. Se lo robé a otra compañera de piso, a una muy friki. Yo no solía leer nada que no fuese parte de un chat, pero me llevé aquel ejemplar conmigo por si la ausencia de tecnología me convertía en lectora. Realmente, tenía esperanzas de cambiar, en muchos sentidos.

También me lo llevé para recordar a los pocos amigos que dejé en la ciudad y, bueno, para que ellos me tuvieran en mente. «Una que sé yo se ha quedado sin su novela favorita, se estará cagando en mí a diario».

Aquel perverso pensamiento me animó un poco.

Agarré el libro, lo alcé y descubrí que en la parte de atrás se escondía el envoltorio de un preservativo. Se me debió de caer en la maleta al hacer el equipaje a toda prisa.

Aquello me animó aún más y me sacó una carcajada.

—Maria, cómo eras. —Me tumbé sobre el colchón, respiré hondo y rectifiqué—: O eres.

Permití que Leonardo ocupara de nuevo mi mente. Concretamente, lo hicieron las palabras que me dedicó el día que me sinceré: «no eres peor por disfrutar así del sexo»; «¿No era más fácil seguir divirtiéndote, pero en ambientes sanos?»; «¡Si eres genial!»

Mi pecho se encogió a causa de un cúmulo de emociones que se apelotonaron en el interior. Traté de digerirlas y estas fluyeron en forma de lágrimas.

—¿Qué he estado haciendo todo este tiempo? —me reproché.

De repente, alguien abrió la puerta y entró sin pedir permiso.

—¡Hola! —Era Paola—. Siento molestar. Me preocupo. Necesito comprobar que estás bien. —Contempló cómo sorbía los mocos y me secaba el rostro—. Naturalmente, no lo estás.

Sin dejar de sollozar me puse en pie, caminé hacia ella y... la abracé.

—Sí que estás mal, sí.

—No, beata, no. Estoy mejor que nunca. —Declaré—: ¡He vuelto!

—¿Has vuelto?

Con las palmas de las manos apresé su redonda cara y la miré fijamente.

—He vuelto.

—¿A drogarte?

—¿Qué? ¡No! ¡Que vuelvo a ser yo!

—Drogada —sentenció. 



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Preparaos, porque Maria ha vuelto...

SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: 7 de junio.

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