Deseos

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Me encontraba en el estudio tratando de leer pero no podía borrar de mi mente la foto que mandó Lisa. Supuse que le envió lo mismo a Sofía, pues sólo regresó a despedirse y se retiró a gran velocidad con Daniel.

—Qué poca educación —comentó Isabella bastante molesta.

Pero mi esposa no sabía nada de Lisa o de su amistad con Sofía, ni hablemos de lo que pasaba en mi consultorio.

Las horas de por sí se me hacían eternas para verla. Ahora, sabiendo lo que hizo, se me harían lo triple de largas.

Sacudí la cabeza y cerré de golpe el libro que intenté leer. Diez minutos observando la misma línea y no lograba comprender lo que decía. Pasé la mano por mi cabello y suspiré, me mataban las ganas de marcarle para saber si estaba bien y, tal vez, recibir una explicación de porqué lo hizo.

Seis meses de terapia y aún no sabía qué desencadenaba esos ataques.

Mi paciente varias veces me enseñó sus cicatrices, decía que no le daban vergüenza, que eran parte de lo que ella era.

En reiteradas ocasiones pensé mandarla con un terapeuta para que, con medicamentos, pudiera controlar las crisis; pero ella dejó muy en claro que no hablaría ni vería a nadie más. Sentí que si seguía presionando con el cambio de doctor, ella no haría mas que desaparecer de mi vida, y eso me asustaba; así que tendría que encontrar otra manera de ayudarla sin enredarme más.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por un toque en la puerta, inmediatamente abrí de nuevo el libro en mi regazo y tomé la pose de lector desinteresado.

—Adelante —exclamé sabiendo quien era.

Isabella entró con un taza de café en la mano y una sonrisa pícara en el rostro.

—Te traje esto —señaló acercándose para poner la bebida en una mesa que se hallaba cerca de la entrada del estudio.

—Gracias —musité sin dejar de ver el libro.

Escuché que suspiró y alcé un poco la mirada notando que caminó en mi dirección. Levanté una ceja en ademán de pregunta, pues Isabella nunca se quedaba conmigo mientras leía ni interrumpía mis sesiones de estudio. Sin embargo, en aquella ocasión, se sentó en el escritorio y ladeó la cabeza con una mirada llena de curiosidad.

—¿Necesitas algo? —pregunté, viéndola confundido.

Ella sonrió y tras subir un pie en mi silla, la echó un poco para atrás. Ni siquiera noté que entró sin zapatos, pero lo que sí captó mi atención fue cuando se acomodó en mi piernas y puso una mano sobre mi mejilla antes de acercar nuestros rostros.

—A ti —respondió en un susurro llevando sus labios a mi cuello.

No supe qué hacer, Isabella no era una mujer común y corriente, era de las que destilaban formalidad y sensualidad por cada poro.

Su cabello largo y ondulado de color negro, podían despertar la necesidad de enredar las manos en él; con sus ojos avellanados junto a las pestañas rizadas, podía hipnotizar con tan solo parpadear al más fuerte de los hombres. Eso sin mencionar su cuerpo lleno de  curvas en los lugares indicados.

Si no fuera por cómo se dio nuestro matrimonio y por los secretos que ambos cargábamos, estaba seguro de que bien pude llegar a darle un amor real sin rehuir a la intimidad.

—Isabella, tengo que terminar esto —me quejé empujándola un poco para que dejara de besarme.

Ella rio como niña chiquita antes de hacer un puchero y acercarse, de nuevo.

IncongruenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora