CAPÍTULO 3

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Las pesadillas habían vuelto, cada vez más fuertes, más vívidas, más seguidas. Mulán despertaba cada noche empapada en sudor, gritando, en ocasiones incluso encontraba el rastro de las lágrimas que había derramado durante su sueño. Todas aquellas noches, en la que los recuerdos la desvelaban, salía de su tienda y paseaba por el campamento escuchando los ronquidos de sus compañeros en mitad de la noche.

Era culpa de la estepa, de las montañas, del aire fresco... todo le daba demasiados recuerdos, todo se parecía demasiado al paisaje en el que creció y en el que vio morir a su madre. La falta de sueño, la escasa comida que les hacían llegar al ejército y la clara desventaja física de ser una mujer que nunca se había entrenado para combatir, sino más bien, a la que habían enseñado a maquillarse y abanicarse, hacía que el entrenamiento le estuviera resultando muy duro. No sabía pelear, ni moverme, no sabía cómo debía manejar una espada. Necesitaba ayuda. Había unos cuantos hombres que habían llegado a ser lo más parecido a amigos que podía esperar, pero ni siquiera a ellos podía pedirles ayuda. Porque estaba claro que cualquier joven varón de su edad sabría lo básico sobre pelea. Que a ella no le hubieran enseñado daba pie a preguntas que no podía contestar.

—Mulán...

Escuchó una voz que la llamaba en mitad de la noche, como llevada por el viento. Comenzó a buscar con la mirada de un lado a otro. Nadie allí sabía su verdadero nombre, no podían llamarla así, a menos que la hubieran descubierto.

—Mulán, escúchanos.

Volvió a escuchar. Pero allí no habría nadie. ¿Se estaría volviendo loca? A lo mejor era por todos los golpes en la cabeza que había recibido. No podía estar escuchando voces. Sin embargo, aquellas voces que parecían traídas por el viento le eran, de algún extraño modo, familiares.

—Mulán

—¿Quién es? ¿Qué quieres? —Se decidió a decir sin poder ocultar el temor en su voz.

—No nos temas. Mulán, llevamos mucho tiempo contigo, esperando que la hora llegue. Puede que aún no sea el mejor momento, pero nos necesitas. Abre tu mente. Míranos.

Mulán no tenía ni idea de lo que estaba pasando a su alrededor. De dónde venían las voces, qué querían, qué querían decir con eso de "mirarlos" si ella ya estaba mirando por todas partes y no veía nada.

—Escúchame, Mulán. —Esa voz... conocía esa voz— Soy yo, Mushu.

Al escuchar ese nombre de nuevo después de más quince años, se vio transportada a algún momento de su infancia, a recuerdos que creía olvidados por completo. Veía a su madre sonriente, diciéndole que tuviera cuidado. Mulán se corriendo entre la hierba persiguiendo a las mariposas. De vez en cuando, en su impulsiva carrera, caía al suelo y se hacía daño en las rodillas. Recordaba que, entonces, un guerrero de rostro amable la cogía en brazos y la levantaba.

—No llores, bonita. No es nada. Eres una guerrera valiente ¿verdad? —Decía él.

—Sí, dragón.

Mulán lo llamaba así por el emblema de su armadura. En el oscuro metal había dibujado un pequeño dragón rojo y dorado. Él siempre se reía cuando le llamaba dragón.

—Te he dicho muchas veces que puedes llamarme Mushu.

—Vale, Mushi —Pero ella era demasiado pequeña para pronunciarlo bien.

—Bueno, casi mejor, llámame dragón.

Después de hablar con el guerrero del dragón, Mulán volvía con su madre y cuando ella le preguntaba qué había estado haciendo, la niña le respondía.

—Mushi dragón y yo hemos perseguido a las mariposas.

—Eso está bien. Mulán, ellos siempre te protegerán.

No había vuelto a ver al guerrero del dragón desde la muerte de su madre. Y ahora estaba allí, escuchando su voz. Quizás fue la tranquilidad que sintió con el recuerdo de su madre, la calidez de sus palabras, la promesa de que ellos la protegerían, sea por lo que fuere, Mulán respiró hondo y comenzó a verlos. Al principio como manchas difusas que, lentamente, fueron tomando forma hasta convertirse en guerreros. Algunos los habían visto antes, a otros no, aunque al que mejor conocía era a Mushu.

—¿Qué es esto? ¿Quiénes sois? —Dijo Mulán al verlos.

—Por fin nos ve —Dijo una de las voces que había escuchado. Era profunda y grave y su propietario era un hombre corpulento de cabeza redonda y barba.

—Mulán, no temas—Dijo Mushu —Nosotros somos espíritus. Los fantasmas de los guerreros caídos en batalla.

—Eso es imposible, me estás diciendo que estáis muertos.

—Así es. Nuestros cuerpos murieron, pero nuestros espíritus se han quedado y solo tú puedes vernos.

—¿Yo? ¿Por qué? No, esto es de locos.

—Tú, al igual que tu madre y la suya, poseéis el don de ver, de vernos. Eres la última chamana del clan de la serpiente, Mulán.

—No puedo creerte —Dijo ella—Nada de esto tiene sentido. Mi madre murió hace mucho tiempo, yo no tengo ningún don. Solo un deseo y es el de matar a su asesino. Esto no es más que una pesadilla, una alucinación de mi mente demasiado obsesionada con el pasado y la venganza.

—En el fondo, sabes que eso no es cierto Mulán.

Tenía razón. Una parte de ella sabía que aquello era a lo que su madre se había referido siempre. Había muerto siendo ella demasiado pequeña como para comprender lo que quería decir con un "don". Pero debía de ser este.

—Escúchame Mulán. Yo te lo explicaré todo. ¿Te acuerdas de mía? —Era Mushu quien hablaba y ella lo recordaba, así que asintió con la cabeza. —Estupendo, fuimos amigos ¿verdad? Cuando eras muy pequeña. Luego, tras la muerte de tu madre, el dolor te cegó y ya no pudiste vernos más, hasta que nos has necesitado realmente. Hasta ahora. Pero te lo explicaré desde el principio. Tras crear el mundo, los dioses se repartieron las tareas. Dizang Wang fue nombrado el salvador de los muertos, era el encargado de recoger las almas de los soldados. A medida que los pueblos crecían y se enfrentaban entre ellos, las muertes aumentaron hasta tal punto que el dios solo no podía conducir a todos los difuntos al descanso eterno. Por eso, reunió a las mujeres más mágicas y poderosas de los clanes más antiguos y les concedió un don que iría pasando de generación en generación, para que ellas pudieran ver y guiar a las almas que él dejaba olvidadas o no podía llevar al mundo de los muertos. El clan de tu madre, el clan de la serpiente, fue uno de ellos, y vosotras tenéis ese regalo de los dioses. Muchas de las chamanes que recibieron el don han muerto a causa de las guerras sin cuartel, la mayoría de los antiguos clanes han desaparecido, bien por la masacre de los Hunos o bien por la dominación del Imperio Chino. Muchas murieron cuando aún no habían tenido descendencia y su don se perdió. Mulán, tú eres la última de ese largo linaje, eres la última chaman, la última que puede vernos y ayudarnos a descansar.

Mulán tuvo que pestañear varias veces más para comprobar que no estaba soñando y otras tantas para comprender lo que le estaba diciendo.

—Todo eso es demasiado fantasioso—dijo ella mirando el suelo —¿Dioses? ¿Espíritus perdidos? ¿Chamanes?

—Mulán, tú me recuerdas, de cuando eras niñas, ¿cómo te explicas si no que no haya envejecido en todo este tiempo?

Ella reflexionó por un instante. Por absurdo que pareciera, era cierto, debía de ser cierto. Porque ella recordaba a su madre sonriendo a las personas que solo ella veía, recordaba las voces y los guerreros que la acompañaban. Era mejor eso que pensar que estaba rematadamente loca.

—Digamos que os creo ¿cómo puedo ayudaros?

—Por ahora, Mulán, nosotros te ayudaremos a ti.

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Mulan (Saga Grimm III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora