Voz

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Amaneció y el cielo era gris, cubierto por un interminable mar de nubes que se extendía hasta donde abarcaba la vista y más allá. Era un gris furiosamente apagado, tristemente sucio. Podría haber estado lloviendo, podría haber caído algún rayo, los relámpagos podrían haber iluminado el cielo, el viento podría haber soplado y refrescado el sofocante calor del verano, incluso podría haberse visto el Sol entre las nubes; pero no era así, sólo gris, todo gris, nada más que gris.

Cerca de allí fluía un río que llenaba el bosquecillo que crecía a su rivera con el dulce sonido de su paso. Arrodillado en una de las orillas, bebiendo, se encontraba un joven de pelo negro como el ala de un cuervo y ojos dorados.

Dante se secó la boca con el dorso de la mano, lanzando un par de gotas de agua al aire, que se precipitaron lentamente al suelo. Dejó caer su peso hacia atrás y se sentó en el suelo para quitarse las zapatillas; una vez descalzo, se levantó, se sacudió las hojas del pantalón y empezó a quitárselo, lenta y meticulosamente, sin prisa alguna. Después se quitó la camiseta, mostrando unos brazos musculosos y un pecho y abdomen definidos a pesar de que no realizaba ninguna actividad física con tal fin. En el costado izquierdo relucía una cicatriz blanquecina y alargada, ligeramente hundida. Acabó de desvestirse y se sumergió en el agua helada

Era un río no muy ancho, el cual discurría suavemente y tenía una profundidad máxima de unos cuatro metros. Sus frías aguas eran tan transparentes que se podían contar las rocas del fondo.

Dante empezó a nadar a crol de una orilla a otra del río. Fue Austin quien le enseñó a nadar en un día que fueron a la playa del campamento; como con todo, el pelinegro aprendió a hacerlo rápidamente y para el final de la tarde ya nadaba de forma que jamás dirías que acababa de aprender hacía apenas unas horas.

Se sumergió en las aguas y trató de atrapar a un pez, pero este era más rápido y se escapó sin dificultad. Puede que el pez fuese veloz, pero Dante era cabezón como él sólo y le persiguió debajo del agua hasta que tuvo que volver a tomar aire. El pez se asomó también a la superficie a un par de metros, como burlándose de él, y volvió a las profundidades. El chico empezó a nadar de espaldas a lo largo del río y en un momento dado, se dejó flotar y cerró los ojos.

«Esto es una pérdida de tiempo»

—Cállate— respondió Dante a la voz de su cabeza—, no pienso continuar este viaje completamente sudado y sin tomar ni un descanso.

«Descansarás cuando acabemos»

—He recorrido casi medio país en una noche, estoy agotado. No sabes la energía que he gastado, o mejor dicho —se corrigió el de ojos dorados —, sabes perfectamente la energía que he gastado. Me merezco unas horas de descanso

«Y tú sabes perfectamente que tengo razón»

—Que lo sepa no significa que vaya a hacer lo que dices.

La voz, de haber tenido ojos, los habría rodado con exasperación y posiblemente se hubiese pasado la mano por la frente.

«Deja de ser tan egoísta, me lo debes»

Dante tragó saliva, sabía perfectamente a lo que se refería la voz, tal vez fuese manipuladora y cruel, pero nunca mentía. Aun así estaba furioso con ella y estalló. Sus iris dorados brillaron por un instante, hubo un destello y al momento siguiente el lugar de los ojos había sido ocupado por dos esferas de oro puro e incandescente. A su alrededor el viento dejó de soplar y el agua detuvo su curso; incluso los pájaros dejaron de cantar, paralizados en sus ramas.

— ¿Yo soy egoísta? ¿Yo? —Gritó el muchacho al aire con todas sus fuerzas— ¡Fuiste tú quien me sacó de la cama en mitad de la noche! ¡Eres tú quien me está obligando a recorrer el país al límite de mis capacidades! ¡Eres tú quien me ha alejado de mi Austin!

El Trono de OthrysWhere stories live. Discover now