El príncipe de los caníbales

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El cielo se debatía aún entre el azul brillante del mediodía y los arreboles sonrosados de la aurora, dando al cielo un aspecto entre lo celestial y lo infernal, como un ángel caído del Edén.

En aquella carretera, que se extendía de un extremo a otro del horizonte, no se oía más que el sonido de las piedras al ser aplastadas por los pies de un solitario caminante.

A lo lejos se perfilaba la silueta de una gasolinera, recortándose contra el cielo infinito.

Dante siguió caminando por la autovía, sin muestra alguna de cansancio aún a pesar de que el calor iba, poco a poco, invadiendo el aire a su alrededor, o de haber estado caminando durante toda la noche.

Finalmente llegó a la gasolinera, la cual parecía no haber abierto aún. Se acercó a la puerta e intentó abrirla en vano.

Ya estaba liberando a Messor de su vaina para romper el pomo cuando un claxon sonó a sus espaldas, sobresaltándole y haciéndole darse la vuelta rápidamente, enarbolando la espalda hacia un amenazador volkswagen de segunda mano.

Del vehículo salió una muchacha de su edad, con el pelo ensortijado y rubio como el sol que se alzaba por el este. Llevaba puesto un mono que en su momento pudo ser blanco pero la grasa de coche y la suciedad lo habían tornado en un marrón como el del café aguado. En una mano sujetaba un bate de aluminio que, si bien no era una espada capaz de cortar por la mitad a una persona, ofrecía la amenazante sencillez de unos cuantos huesos rotos.

—Si quieres entrar— dijo, balanceando el peso del bate de una mano a otra— tendrás que esperar como todos los demás.

Dante la miró fijamente y sus ojos soltaron chispas doradas antes de contestarla con una voz que poco se distinguía de un gruñido.

—Quiero comida.

La chica se le quedó mirando un momento, intentando de discernir como de peligroso podía ser un adolescente lleno de polvo con lo que, a sus ojos, parecía una espada de plástico medio doblada. Después se acercó sacando las llaves del bolsillo y abrió la puerta de madera, entrando al interior.

—Siéntate por ahí— indicó señalando vagamente hacia su izquierda—, ahora te llevo el desayuno.

Dante se sentó frente a una mesa redonda de madera, mirando impaciente hacia la nada, tratando de acallar los sonidos de su estómago, que pedía alimento.

Apoyó el codo desnudo en la mesa, pero este se quedó pegado a la misma, debido a la suciedad.

Cuando consiguió separarlo de la trampa atrapacodos que era la mesa, pasó el dedo por encima, al cual se quedó pegada una capa de algo pegajoso de color marrón, como si hubiesen barnizado la mesa con dulce de leche.

—Tenéis esto guarrísimo—gritó hacia la puerta por la que había desaparecido la chica

Esperó un momento y al no oír respuesta, volvió a gritar. Como siguió sin recibir una contestación, se levantó, acercándose a la barra del bar tras la que se había ido la chica.

—¿Hola?— interrogó a la oscuridad de la cocina

De nuevo sólo hubo silencio, así que, apoyado una mano en la barra, saltó sobre esta y cayó en el puesto de trabajo de los camareros. Al golpear el suelo sonó el suave tintineo de los vasos al entrechocar entre sí.

Lentamente, Dante se adentró en la oscuridad, buscando a tientas un interruptor de la luz. En un momento dado alcanzó un punto de la pared en el que había un botón; suponiendo que era la luz lo pulsó.

La habitación se inundó de repente con un sonido estridente y ruidoso, que le reverberó en el pecho. El chico dio un salto, alejándose de un salto del botón y golpeándose contra la esquina de metal de una encimera, que le hizo encogerse de dolor por un momento y maldecir como puede maldecir alguien que apenas conoce una palabrota decente.

El Trono de OthrysWhere stories live. Discover now