Epílogo (Parte 2/2)

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En algún lugar olvidado, dentro de una cueva perdida en mitad de ninguna parte, se hallaba de rodillas un hombre cuyo nombre ya no se desconoce, y cuya sola presencia en el mundo puede destruir la vida de decenas de personas. Arrodillado frente a un altar vagamente iluminado por velas cerosas y grises como su derrotada barba, su cabeza caía junto a sus hombros mirando hacia el suelo, avergonzado.

Su respiración agitada y su extravagante postura hacían de él un hombre desquiciado, rodeado de sombras difusas y olores amargos, flotando en el ambiente junto su mente extraviada. Fuera del plano de este mundo, intentaba evitar la comunicación con alguien incluso más poderoso que él. Ya no era tan complicado. Aquella persona, cuyo nombre era incierto, irónicamente era la más conocida del planeta.

Oculto bajo una máscara de espiritualidad, un ser imposible, una criatura acechante movía los hilos de la vida y la muerte. Y esta persona era la misma que aquel "sencillo" hombre, perdido y a la vez encontrado, quería evitar. Y es que esos dos seres ya sabían el uno del otro. Juez y Condenado, Asesino y Degollado, Policía y Capturado, el esclavo se reunía sentenciado junto al faraón.

La escasa luz de llamas de miles de velas candentes comenzó a desvanecerse con lentitud, al igual que el tiempo y el espacio. El cuerpo del hombre, en contra de su voluntad, se convertía en algo etéreo, invisible, intangible y a la vez puramente real. La habitación perdida en la cueva más secreta del planeta se sumió en la penumbra, sin ayuda de la noche o de las sombras. Ni siquiera el altar quedó en pie, pues la existencia de la sala siempre ha sido incierta.

Una voz sacó al anciano de su depresión, guiándolo por un extraño mundo hasta su gélida presencia. Tras no hacer reverencia alguna, el servidor se presentó cabizbajo hasta su Amo, justo e imparcial. Su túnica gris contrastaba con las cuatro paredes blancas de la habitación. Su figura era nada más que basura frente a la que se alzaba frente a él, ocupando su sitio en un trono luminiscente decorado con las más bellas proezas del ser humano.

Paso a paso, retrasando lo inevitable y controlando su agitado corazón, el hombre anciano se acercó hasta Él y agachó aún más su cabeza, evitando mirarle a los ojos. Su barba y las mangas de su larga túnica quedaron colgando mientras sentía como el conocido tacto de unas garras se clavaban cuál alfileres en sus cabellos canos, haciendo acto de presencia. Hechas las cicatrices, sangrantes, supurantes, Él comenzó a hablar:

—Tu misión ha finalizado. El éxito ha sido nulo. La derrota, absoluta —proclamó con una voz profunda y grave que despertaba al Universo. El anciano mantuvo agachada su cabeza y sintió cómo le extendía hasta sus manos un pequeño papel, fino y meticulosamente decorado, enrollado como un pergamino y cerrado por el abrazo de un elegante cordón rojo. El hombre lo cogió, vacilante. Lo conocía, y ahora, lo repudiaba. El destino del mensaje ya no se reveló ante él. No más visiones. Abraham retiró el cordón y desplegó el pergamino.

—Que mis deseos se hagan órdenes y mis órdenes sean cumplidas.

Una vez que aquellas palabras llegaron a oídos del Amo, se despidió con un grotesco gesto y Abraham volvió a arrodillarse, para esta vez descubrir que jamás volvería a despertar frente al altar. No lloraría. Ni siquiera próximo su fin, no incluso de espaldas a su señor. No tardó demasiado. La mano le temblaba conforme se deslizaba dentro de su bolsillo, acariciando el machete.

El simple tacto con él dolía. Empuñarlo, lo consumía. Abraham dejó que el pergamino rodara por el suelo. Ya sabía cuál era su propia misión, y sabía que no por cumplirla conseguiría la ansiada paz eterna. Al fin y al cabo, había sido repudiado, desterrado por su propio creador. Antes de marcharse, escupió con ganas al suelo.

Scarlett: Carnival Ride (Trilogía Scarlett n°3)Where stories live. Discover now