>El Asistente - XIII<

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Le temblaron las piernas cuando escuchó que llamaban a su puerta y corrió a abrir. Días antes había escrito una carta, pero no esperaba una respuesta tan inmediata.

—¿Maestro?

El tiempo sin duda alguna lo había beneficiado. Su dulce asistente de ojos grises había ejercitado y aquel corte de cabello hacía ver a aquellas hebras oscuras como la sombra de lo más divino.

Era el asistente perfecto.

—Mi dulce asistente...

La voz se le quebró y no pudo evitar abrazarlo. Tenían la misma estatura, pero se sentía realmente pequeño en esos momentos.

—Lo lamento. Lamento nunca haber entendido que eras más que un asistente, más que un objeto. Lamento haberme dedicado a envenenarte durante tanto tiempo —Se disculpaba el loco escritor entre lágrimas—... Y lamento no haber tomado en cuenta tu sacrificio. No cualquiera se atrevería a amarme, pero yo te desprecié cuando la única cosa que querías hacer era eso.

—Maestro...

—Sé que eres aprendiz de alguien más, de una muchacha joven y sin tantas demencias. Sé que seguramente te trata mejor de lo que yo nunca lo hice... Pero te necesito, incluso si tú ya no me necesitas a mí.

El asistente se alejó un poco para mirarlo fijamente, pero no dejó de abrazarlo. Un mar gris se había cubierto con una nube de melancolía.

—Siempre lo necesité, maestro. A usted. Solo a usted —Reconoció—... ¿Por qué cree que aun uso los trajes?

Era cierto. En medio de aquella muestra de afecto el escritor notó el traje negro que vestía su dulce asistente, y en la estación de tren también lo había estado usando.

—¿Serías capaz de regresar?

El asistente lo pensó.

—Ahora tengo otros compromisos, maestro. No puedo dejarlos de lado... Pero estaré con usted. Siempre estaré para usted. Solo tiene que buscarme.

—Pero estaré perdido sin ti. Incluso olvidé escribir un octavo libro.

Se arrepintió al momento.

Tal vez su dulce asistente, tiempo atrás, se había sentido mucho peor.

Su sufrimiento estaba bien merecido.

—Vendré cuando pueda, y estaré con usted incluso cuando no me vea.

Eso se escuchaba bien.

—¿Quieres quedarte a dormir? —Propuso el escritor con nerviosismo.

El asistente dudó.

—Usted solo tiene una cama.

—Eso es cierto, y es por eso que los abrazos existen.

—¿Los abrazos? —El rostro del chico se iluminó— ¿Usted quiere abrazarme?

El escritor comenzó a reír.

—No, mi dulce asistente. Quiero que me abraces a mí.

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