Uno: No te cases

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PRIMER ACTO:
Presento toda mi mierda.

Escarbé entre la pila de ropa por centésima vez en los últimos días con la misma avidez que la primera ocasión. Y, de vuelta, no encontré nada.

—¡No están, Lola! —Me levanté del suelo de la habitación y me volví para mirar a mi amiga, al borde de un ataque de pánico.

Sentada en el vano de mi ventana, la rubia movió sus piecitos al compás de la música que sonaba en la radio y arrugó la frente a mi pila de ropa. Se veía tan en calmada mientras masticaba su emparedado que me entraron ganas de sacudirla.

Necesitaba que se pusiera en mi lugar. Que entrara en pánico, que gritara, que prendiera fuego todo.

—¿Cuánto costaban esas alianzas?

—¡No lo sé, no importa!

Llevé mis manos a la cabeza y me contuve para no gritar. No recordaba mucho de aquella noche en Las Vegas y no estaba seguro de qué tan real había sido la boda. Desconocía el paradero de los papeles y los anillos, o si realmente existieron.

Hasta donde sabía, podía tratarse de un sueño. Tendría que esperar a que llegara la factura de mamá para ver si había gastado dinero en eso.

—A lo mejor andabas viendo esa película. —La oí masticar desde la distancia. Qué asco—. La de Cameron Diaz. Y la droga te hizo alucinar. —Volví a mirarla y la encontré sonriéndome. Ya había amanecido hace algunos minutos y el cielo se veía de distintos colores detrás de ella—. Mira que cumplir dieciocho y casarte esa noche.

Le entrecerré los ojos.

—No me estás ayudando y necesito relajarme para mantener la calma. —Me llevé una mano a la sien y respiré hondo—. Paz, Marco. No te estreses. Las arrugas te hacen menos guapo...

—No necesitas ser guapo. Ya estás casado.

—¡Cállate, Lola!

Agarré una de las almohadas de mi cama y se la lancé con furia. La rubia cerró los ojos cuando golpeó su mano y el emparedado cayó al suelo, pero no dejó de reír. Me dispuse a recoger más almohadas, pero la voz de mamá desde el comedor me congeló.

—¡Marco, ven de una puta vez! ¡No me hagas ir por ti!

Lola comenzó a reír con más fuerza y tuve que patear algunas cosas para llegar, o mejor dicho, caer sobre ella y taparle la boca.

—Basta —le ordené—. Ve por las escaleras de emergencia. Te veré abajo.

La muchacha me mordió y tuve que quitarle la mano de encima. Siempre había encontrado algo salvaje y desprolijo en ella, pero cada día me sorprendía un poco más.

A lo mejor fuera por su cabello, que siempre se veía despeinado; o la energía con la que reía, con todos los dientes a la vista y los ojos cerrados con fuerza. Lola tenía algo que hacía que la viera más como una niña o un animalito.

—¿Cuándo me vas a presentar a tus padres? —preguntó mientras sacaba las piernas por la ventana para salir. Noté algo diferente en su voz ¿indignación, decepción?— No deberías esconderme. Tu esposa está en Las Vegas.

—Eres una idiota. —Le cerré la ventana a mitad de una de sus risas histéricas y vi cómo comenzaba a descender las escaleras.

—¡Marco!

Levanté la mochila del suelo, tomé el estuche de mi ukelele y salí directo hacia el comedor. Mamá, papá, mi hermana y yo vivíamos apretujados en el piso de un departamento, en un gran edificio, así que todo se escuchaba, más o menos. Pero a ella le encantaba gritar.

Dentro de la cocina ya se encontraban mis padres desayunando. Mamá estaba sentada sobre la encimera, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana y luchando por mantener los ojos abiertos mientras bebía una taza de café. Mi hermana no había hecho acto de presencia, pero papá intentaba hacer un taco de dulces con un panqueque, sentado en la mesa.

—¿Dónde está Giorgia?

—En su cuarto —respondió papá con la boca llena. Se la cubrió cuando notó que un caramelo intentaba escapar y oí a mamá reír desde la encimera. Tragó—. Desayuna.

—Lo haré en el camino. —Manoteé algunos panqueques para enrollarlos y comerlos mientras bajaba por el ascensor. Lola seguramente ya estaba esperándome—. Te veo en la escuela.

Tener a mi padre como profesor en el instituto era una putada. Especialmente porque me era imposible fugarme de clases, pero al menos podía sacarle más dinero para el almuerzo si me faltaba.

Mamá abrió la boca para decir algo, pero me marché antes de que pudieran impedírmelo. Prácticamente corrí hasta la puerta de salida y me metí de sopetón en el ascensor.

Encontré a Lola en las escaleras de la entrada, con la bufanda hasta la nariz y su abrigo mal acomodado. Se veía como si acabara de levantarse, pero yo sabía que pasaba alrededor una hora arreglándose en el espejo.

Mis padres estaban locos. Desquiciados. Especialmente mamá. Por eso no quería que conocieran a Lola. Aunque también había otra pequeña cuestión: yo estaba perdidamente enamorado del novio de ella. Y no iba a permitir que ninguno de los dos metiera la nariz en ese asunto hasta que ordenara toda mi mierda.

Caminamos las pocas calles que teníamos hasta el instituto entre risas y charlas. Ella parecía querer saber cada mínimo detalle de aquella boda, posiblemente ficticia. Y no se lo podía reprochar. Su vida era ordinariamente aburrida comparada con con la mía, una sucesión de eventos bizarros y magníficos. 

Porque yo era magnífico.

—Pero si todo eso fue un sueño —comenzó, su mente a mil kilómetros de nosotros—, no deberías tener dudas.

—Bueno, algo sí es cierto. —Me pasé una mano por el cabello, un poco incómodo—. Pasé la noche con una chica. —La vi alzar su pequeña cabecita y levantarme las cejas con una sonrisa semioculta entre tanto cabello rubio—. Las almohadas olían a ella.

—¡Marco!

—¡Lola!

Se apartó de mí y se adelantó unos pasos, emocionada. Tuve que tomarla del brazo y jalarla de vuelta para impedir que un auto la arrollara en el cruce. No eran más de las ocho de la mañana y ya me había producido un pequeño infarto.

Por su culpa me haría alcohólico.

—¿A qué olía?

Se zafó de mi agarre, se adelantó por segunda vez y dio media vuelta para mirarme mientras caminaba en reversa.

Volví a respirar hondo.

—A nachos con queso.


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Romeo, Marco y JulietaWhere stories live. Discover now