La niña de las gallinas. Parte 2

23 10 11
                                    

Con un cubo en la mano lleno de restos sobrantes de comida, mi compañera de clase y yo nos dirigimos hacia el gallinero. Muchos días las gallinas campaban libres, a sus anchas, luciendo sus plumas anaranjadas por el verde prado, pero aquel día mi tía nos pidió que no las liberásemos. Quería que comiesen dentro por algún motivo.

—Entra tú primero —me dijo mi acompañante resguardándose tras mi espalda. A mí no me entusiasmaba la idea, entrar primero me daba cierto respeto, pero ¿qué podía hacer?

—Bueno —contesté secamente— Si te da miedo voy a tener que ir delante.

Ella se agarró a mi brazo mientras yo temblaba ligeramente, en realidad las gallinas en estado de libertad no me daban miedo, pero encerradas sabía que acabarían dando saltos a nuestro alrededor, con una lluvia de plumas desagradable.

Juntos, abrimos una portezuela metálica ligeramente oxidada y dimos varios pasos furtivos dentro, el cloqueo irregular de las aves comenzó a resonar fuertemente, con tonos agudos y graves.

—¡Me da mucho miedo! —exclamó Amaia. Después comenzó a decir que nos iban a saltar a la cara y que tenían uñas afiladas.

—¡Deja de decir eso! —respondí yo atemorizado. Aquella niña me había metido el miedo en el cuerpo y cuando las gallinas comenzaron a saltar estallamos juntos de pánico.

Estuvimos varios momentos agazapados en la entrada, debatiendo si entrar hasta el fondo o no, comentando lo ágiles que eran las gallinas.

—¡Deja la comida ahí y vámonos! —voceó ella, mordiéndose las uñas.

Yo di varios pasos y dejé el cubo en el centro del gallinero, las gallinas comenzaron a acercarse moviendo sus cuellos con espasmos y hubo un momento en el que hicieron una especie de danza. Saltaban como locas y revoloteaban con sus cuerpos gordos.

—¡Socorro! —chillamos los dos gritando y huyendo de allí. Cerramos la puerta, asegurándonos de que no había posibilidad de que escapasen y suspiramos del alivio.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó Amaia realmente contenta—,¡Creía que no íbamos a poder, pero sí! —Sus pequeños saltos indicaban que se había emocionado de verdad.

—¡Esas gallinas son estúpidas, espero no tener que volver ahí! —dije yo riéndome.

Una vez tuvo lugar nuestra pequeña hazaña, volvimos a hablar con mi tía y nos dio dos sándwiches para merendar. Ambos eran de paté y los comimos sentados en las escaleras exteriores de la casa. El mío se cayó al suelo solo durante unos segundos y se llenó de hormigas y como no sabía si las bolitas negras que había dentro del bocadillo eran de pimienta o trozos de aquellos insectos, acabé tirando parte del alimento.

—Bueno, como te he ayudado creo que es hora de que me vaya a casa —le dije a Amaia—. Se está haciendo tarde y hoy me tengo que bañar.

—Si te vas a ir te acompaño hasta tu casa —comentó ella, levantándose torpemente de las escaleras.

Avisamos a mi tía de que yo me iba a ir y me dio un beso de despedida. Después Amaia y yo caminamos unos escasos minutos hasta que estuvimos junto a mi casa. Antes de que me fuera Amaia me dijo una cosa que me sorprendió.

—¿Quieres ser mi amigo? —me preguntó mientras sacaba una cosa pequeña de su bolsillo.

Me quedé paralizado durante unos segundos porque la situación me resultó extraña; nosotros apenas hablábamos entre nosotros en clase, no teníamos los mismos amigos y yo era realmente tímido.

—Bueno...sí— contesté yo poniéndome un poco rojo.

—Entonces toma—indicó ella mostrándome un Chupachups y estirándome la mano para que lo tomase.

Yo no supe bien qué hacer, pero lo acabé tomando y me despedí de ella diciéndole que ya nos veríamos al día siguiente en el colegio. Observé cómo se alejaba en dirección a casa de mi tía y me puse a pensar "¿Así es como se hacían los amigos?" Nunca me había fijado en eso, pero aquel regalo pareció ser el comienzo de una amistad, quizás no la más íntima ni profunda, pero una amistad al fin y al cabo.

Tiempo después, acabamos estudiando juntos hasta los catorce años, hasta que ella repitió curso y sus padres la cambiaron de centro a uno en el que fuese más sencillo aprobar que en aquel instituto público. Nos habíamos conocido realmente pequeños, con tres años y estuvimos en el mismo grupo de amigos durante cuatro años. Sin embargo, nuestros caminos se terminaron por separar con el devenir del destino. No obstante, nunca olvidaré aquel regalo ácido y dulce a partes iguales, porque las mejores historias tienen sabor a caramelo.

Relatos muy brevesWhere stories live. Discover now