Posesivo

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Esas manos.


Esas manos recorrían todo mi cuerpo; cada centímetro, cada rincón que había y no había explorado, cada fragmento de piel desnuda y expuesta ante él era recorrido, sin excepción. Mi cuerpo era una flor abriéndose al placer primaveral, lleno de frescura y demasiado cerca del calor carnal.



Me tomó por el cuello, sin agresividad ni dolor, solo para que me quedara con una sensación sumisa y excitable, llena de deseo pasional y debilidad, una debilidad de la cual quería ser parte. Sus palabras ponían mi piel de gallina y mi interior lo mojaba en demasía, llenando cada rincón sensible de mi ser de una electricidad placentera y cada vez más duradera.



Mía, me susurró al oído.




Mía, me susurró mientras succionaba mi cuello y simulaba embestidas contra mi vagina cubierta por unas capas de tela  que en cualquier momento parecían querer dejar su lugar para acabar en el suelo.




Mía, me susurró mientras marcaba mi cuerpo como suyo.





Mía,  susurró contra mis labios antes de besarlos y morderlos como una señal de posesividad.




Cómo me encantaba eso. Su posesividad. La sumisión a la cual me exponía cada vez que teníamos un encuentro. La nubleza que inundaba mi mente y que me permitía perderme en un mar de sensaciones que tan solo él me puede hacer sentir.




Siento su miembro palpitar mientras mis manos lo recorren, y lo dejo despojarme de mis capas de ropa. Roza su sexo contra el mío, tentándome y haciendo más sensible mis interiores y zonas eróticas, obligándome a suplicarle por un orgasmo. Mi cuerpo lo pedía a gritos acallados por el sonido de la noche; el sonido de las canciones de las fiestas cercanas, del viento que rozaba contra las hojas de los árboles, de la cama rechinar gracias a nuestros movimientos, de nuestros jadeos llenos de deseo y nuestros gemidos llenos de placeres ocultos bajo el manto negro de la noche.




Se introduce en mí, y siento una sequedad que cubre mis interiores en su mayoría, aún si hace unos segundos podría haber recorrido El Nilo con dos dedos, lo cual me provocó un placer tortuoso y desesperante, y cuando su fecha de caducción llegó, el placer llegó en forma de huracán. Mientras más tiempo me embestía, más sensible se sentía mi ser. Gemidos ahogados y jadeos constantes se podían apreciar en ambos, pero los míos eran los más audibles.




Entraba y salía de mí cada vez más rápido, sintiendo mis paredes contraerse y apretarlo hasta que mi cuerpo se abrió para él. Me sostenía de su espalda y mientras más profundo llegaba, más fuertes eran las marcas que dejaba. Llegó un punto donde nuestros sexos chocaban a gran velocidad juntos, donde las embestidas eran poderosas y sentía que en cualquier momento me iba a desmayar por todas las sensaciones que mi cuerpo recibía.




¿A quién le perteneces?, preguntó.




A ti, respondí.

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