Catorce: Más que una pesadilla

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Era imposible

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Era imposible. Él estaba mintiendo. O no. Acababa de decir que lo sentía y en ese rostro hermoso se veía el peso de la culpa por primera vez.

Era él. Lapislázuli era Diecisiete. O la puñetera mitad, porque Lázuli se había marchado y Lapis sonaba demasiado corto. Y aquella razón tan estúpida sonaba razonable viniendo de él.

Beryl no terminaba de asimilar lo que ocurría, pero su instinto la hizo correr hacia el desconocido de ojos celestes que abandonaba la casa. La puerta se cerró, casi de inmediato. La bióloga no pudo detener el impulso a tiempo y cayó sobre la hoja de madera, con todo su peso. Entonces, quiso abrir para seguirlo y se dio con que el seguro estaba activado.

—¡Mierda! ¡No!

Él le había robado la llave con el dispositivo que podía bloquear todas las cerraduras y ventanas de la casa cápsula. No se había conformado con romperle el corazón, también tenía que dejarla encerrada allí.

Ella gruñó por la frustración y aporreó la puerta.

—¡Hijo de...! ¡Diecisiete! —gritó, desesperada—. ¡Lapis o como sea que te llames!

Pero él no regresó. Se había terminado, de la peor manera. Y ella debía reaccionar o la isla entera sufriría por su descuido.

«Ahora lo entiendo. Todo encaja. No sé cómo he podido pasar tantas señales por alto. ¡Soy una estúpida!».

Así, corrió a buscar el manual de instrucciones que venía con la casa. Las viviendas diseñadas por la Corporación Cápsula eran conocidas por la eficiencia de sus medidas de seguridad. También, por la facilidad de configurar las mismas, de acuerdo a la necesidad de sus ocupantes.

«Solo tengo que encontrar la bendita contraseña y salir de aquí» se dijo, mientras revisaba con manos temblorosas una de las cajas llenas de papeles en el comedor.

La tecnología no era su fuerte, lo admitía. Sí podía ocuparse de cuestiones de carpintería, plomería, jardinería y algo de primeros auxilios, ya que eran sus funciones en Viridis. Pero no le había prestado la atención debida a su laptop mientras Diecisiete había convivido con ella. Mucho menos a la contraseña de alarmas y cierres automáticos de la casa.

«¿En dónde la puse? Sé que la escribí el primer día, cuando la programamos con Saphir. No volví a ver el folleto. Ni siquiera hice un cambio en estos años» recordó, con la vista borrosa por las lágrimas.

Sus dibujos de los animales de la isla la rodeaban, como mudos testigos de su torpeza. Hubiera querido echarse a llorar, revolcarse en el suelo y dar patadas a todo lo que le recordara a Diecisiete. Pero había algo más importante en riesgo. Todavía tenía que luchar contra el rival más peligroso que hubiera encontrado en sus años de activista.

«Perdónenme, dioses. Perdónenme, por favor. Ya aprendí la lección» rezó, angustiada, sin dejar de recorrer la sala abriendo cajones y revisando archivadores.

El corazón del minotauro [17 - Dragon Ball]Where stories live. Discover now