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☼ LA LOCA Y EL ASESINO, UN LOCO CUENTO DE HADAS ☼

Esmeralda estaciona lo más lejos de la entrada de la central del aeropuerto, pues sabe muy bien que su Imre tiene tantos contactos como el espacio tiene estrellas; realmente no se puede decir que ha vivido después de sus dieciocho. Voltea a ver a David Alberto, quien mantiene una expresión neutral con la mirada al frente, ¿acaso no le afecta el saber que posiblemente no vuelva a ver nunca a su hermana? Aunque sea una regla de contrato, muchos hombres prefieren alejar a la Ninochka de sus familias. Mejor control al parecer.

Ella no ha visto a sus padres y lo agradece, pues sabe que si un día llega a verlos, les va a gritar muchas cosas y les reclamara, pero al final no va a importar cuánto diga o pida, al final volver a con su Imre.

— El viaje será de escala —habla David, sacándola de su ensimismamiento—, pide primera clase.

— De acuerdo —pone los ojos en blanco, voltea al asiento de atrás y sonríe radiante—. Vuelvo rápido, Simi, ¿sí?

Como es de esperarse, la Ninochka de piel oscura no responde. Eso le hace soltar un suspiro, la pobre de seguro ha mantenido tanto el silencio que las palabras no le han de surgir ya con facilidad. Ha conocido casos de mujeres mudas por trauma o por un maldito cabrón que se cansó de escucharla llorar. Odia los hombres, son un asco.

David Alberto observa a Esmeralda bajar, su gran cuerpo contoneándose a la central y parece ser que aquellos altos tacones no le molestan en lo absoluto, él recuerda a Arlyn quejándose a la hora de colocárselos. Niega con la cabeza, desviando rápidamente su mente de aquellos recuerdos; no está dispuesto a tener otro maldito ataque. Todavía no podía creer que hubiera tenido uno hace rato, había logrado controlarlos desde que comenzó a ir a terapia, pero con todo lo sucedido perdió el control y eso le molesta mucho.

— Cuéntame algo —dice, al notar el temblor de sus manos las cierra con fuerza—. Simio, di algo.

— ¿Lo qué sea? —cuestiona ella, acercándose un poco al frente. No quiere alzar la voz e irritar a su Imre.

— Sí, no importa.

— Cuando tenía cinco años de edad —comienza, sin un rastro de sonrisa o emoción en su rostro—, mi padre me llevó a comer a un famoso restaurante de la ciudad donde vivíamos. Era un lujo que nos dábamos los fines de semana, nada más él y yo. Mi padre pidió un impresionante corte de carne, mientras yo solo ingerí un platillo de mariscos, al final el mesero nos preguntó que si íbamos a querer postre, mi padre le golpeó y salimos de ahí, él gritando con mucho enfado: "¡no dejaré que engorden a mi hija!"

— Bien por él —David se ríe, negando con la cabeza en un gesto divertido; se ha imaginado la escena, cambiando a los personajes en ella y, bueno, hubiera sido un lindo recuerdo familiar. Ve por el retrovisor, Begum mantiene la cabeza baja y está sonriendo levemente, pero se mantiene callada y es de esperarse, ya que ella ha cumplido con su petición—. ¿Qué postre hubieras pedido? —al no recibir respuesta, voltea a verla sobre el respaldo del sillón— Nunca lo pensaste —atina al decir, ya que ella niega con la cabeza—. Bien, es hora de hacerlo. Necesito distraerme y eres la única aquí; sirve de algo.

— Supongo que un helado sabor durazno.

— ¿Eso sabe bien? —frunce el ceño.

— Es delicioso.

— Mi padre jamás me dejaba pedir postres —hace una mueca, recordando las tantas veces que Abraham le ofreció diversos dulces y él tuvo que negarse a todos ellos, incluso a los bastones de dulce que dan en navidad—, él decía que a un hombre lo dulce no le debería gustar.

EL Caso Algodonero; La Ninochka de DavidDonde viven las historias. Descúbrelo ahora