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La orla estaba al caer, tan sólo me separaba una semana de graduarme en derecho por la UPF de Barcelona y no cabía en mí.
Las cosas no podían ir mejor, aunque quisiesen. Lo tenía todo: había aprobado con matrícula de honor derecho procesal penal, sacado notable en derecho concursal y, aunque aún faltaba un par de días por saber la nota del trabajo de fin de grado, estaba segura al cien por cien del aprobado.
Salí del despacho de la profesora Lezcano dando saltos de alegría; os preguntaréis: ¿por qué? Porque me había dado una segunda oportunidad. El martes volvería a su despacho para un examen oral sobre un punto en concreto del tema y, como sería de esperar, lo aprobaría. Yo podía.
Podía con eso y más, como pude sacar a Hunter de terrenos pantanosos y atraerlo a uno seguro.
Hunter. ¡Dios, mío! Había cambiado de la noche a la mañana y su, ahora, actitud melosa me traía de cabeza. Había dado pasos de bebé hasta llegar a donde estaba ahora y me henchía el corazón ser la razón por la cual no había parado de avanzar. Aún quedaba muchas cosas por contar, conocer y arreglar; aún quedaban secretos y un pasado oscuro cerniéndose sobre nosotros, pero podía esperar, todo eso podía esperar.
Quería disfrutar de él, simple y llanamente de él.
Por otro lado, no había vuelto a saber de la moto, como tampoco de Donovan Cross —el cual estaba muerto y poco podía hacer—, y lo agradecía. Fuera dramas.
Ahora sólo me preocupaba una persona, y esa persona era Hunter. Su regreso a Canadá era todo un thriller psicótico. Samuel, pertenecía a su pasado y su fantasma había regresado para atormentarlo, como lo había hecho su abuelo, y Hunter estaba a punto del colapso en toda regla. Había logrado mitigar un ápice su cabreo y frustración, pero era Hunter Campbell y su umbral de calma era nulo.
Quería verlo, quería acabar lo que había empezado vía telefónica.
Estaba a un puto día de reencontrarme con Hunter y el paso de las horas parecían durar días.

Tres cuartos de hora después llegué al salón de belleza donde Emma me esperaba. Entré y me acerqué a ella; estaba sentada en un sillón de pedicura de cuero color crema, comodísimo, con los pies de remojo y una bata blanca de seda cubriendo su cuerpo.
El salón de belleza era un espacio diáfano, de paredes blancas y suelo de parqué oscuro y brillante, podía incluso verme reflejada en él. Había toallas color burdeos apiladas en los estantes, productos de belleza en venta, secadores y planchas para el pelo... Había de todo, todo lo que podías esperar ver en una peluquería, vamos.
Había dos peluqueras barra esteticistas con uniformes negros y el emblema del salón de belleza; una le cortaba el pelo a una chica de —más o menos— mi edad, mientras la otra charlaba con Emma, sentada enfrente, en un sillón de rayas blancas y verdes.
Sobre aquel estrado había cuatro sillones, uno al lado del otro.
—Ella es Mía —Emma me señaló sonriente.
—Hola, Mía —me saludó la esteticista de rasgos asiáticos—. Siéntate.
Me puse una bata de seda, como la Emma, me senté a su lado y me dejé hacer y deshacer.
Me hice la pedicura y manicura, y me di la cera... por todas partes; en un momento dado creí que saldría del salón de belleza desnuda y a toda leche, con un pegote de cera rosada en el monte de venus, llorando a mares, cual loca enajenada. Nunca me había dado la cera en esa zona del cuerpo y ahora entendía por qué no lo había hecho antes.
Salí del salón con Emma detrás de mí, riéndose. Bromas aparte, el roce del pantalón vaquero me había hecho sollozar como una blandengue.
—¿Nunca te habías dado la cera en el coño? —preguntó Emma socarrona cuando entramos al apartamento. Negué y me quedé en bragas, como lo oís. Acostada en la cama, contemplando el techo y pregúntame porqué había optado por hacerme una depilación brasileña completa. Una auténtica locura.
Un auténtico calvario.
Me puse una blusa publicitaria ancha y de manga corta; y dos horas después y un paquete de patatas Lay's de menos me repasé cuatro temas de filosofía del derecho.
Opté por hacer un descanso y entré al portal en línea de Au Pair. A lo largo de esa semana, además de pasar el rato con Héctor y Joel y de lamentarme por el suspenso de filosofía, había estado buscando la familia temporal perfecta.
Para mi sorpresa había dos familias interesadas en mi perfil. Tenía pensado mudarme en septiembre, dato que había dejado claro.
La familia Johnson tenía cuatro miembros, dos de ellos eran menores: uno de cinco años, y el otro, sin embargo, era un adolescente de catorce años. Ambos varones. Vivían en West Point Grey, cerca del campus universitario; y en segundo lugar estaba la familia Taylor, quienes vivían en Strathcona, a kilómetros del campus y a nada del centro de Vancouver. Los Taylor me ofrecían un coche para poder desplazarme de su casa hasta la facultad y viceversa; y su seno familiar lo componían una madre soltera con dos hijos a su cargo: una niña de ocho años y un niño de tres.
Busqué en Google ambos barrios, pero daba igual cuantas fotos viese o comentarios leyese; Hunter era de Canadá, él sabría de sobra qué barrios se diferenciaban de los suburbios.
Abrí su chat y leí de nuevo su último mensaje —con segundas—:

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