Sobre la muerte

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Hay cosas que no se pueden evitar, incluso cuando lo tienes todo. Sí, puede que escapes del hambre, del frío y hasta de la oscuridad, pero, definitivamente, sin importar quién seas o a que clase social pertenezcas, hay algo que termina alcanzándote: la muerte.

La quinta llamada llegó en un frío invierno, y fue tétrica y dolorosa. No entendí lo que se me dijo, colgué incrédulo el aparato con cara de desconcierto. No comprendí ni una sola palabra ni asimile la noticia, no, hasta que el capitán vino a casa y me abrazó fuertemente. Sólo en ese momento, entendí que mis padres no volverían. Habían tenido un accidente automovilístico. Intentaron todo para salvarlos, pero fue imposible.

Recuerdo el funeral de una manera inconexa; las manos que estrechaban la mía y me daban las condolencias; los arreglos florales blancos y las ropas negras; todo, ahora, es tan borroso, como si se hubieran dado en el medio de la bruma. Sólo una cosa es nítida en mis recuerdos: la presencia de Steve a mi lado. Casi no hablamos durante el servicio funerario, pero no era necesario, su presencia me reconfortaba, y si tenía ganas de llorar, él me abrazaba hasta que me calmaba.

Y sí, después, de unos días de desconcierto, tuve que afrontar la realidad. Me convertí en un joven heredero, y todo el peso del legado de mi padre cayó sobre mis hombros. Enfoqué todos mis esfuerzos en mantener el buen nombre de Industrias Stark, con ayuda de los socios de papá. Estaba tan inmerso en ello, que no me di cuenta de que entre el cap y yo se estaba creando una distancia cada vez más abismal.

Él me visitaba un día sí, un día no después de la muerte de mi padres. Pero, poco a poco, esas visitas se fueron espaciando: una vez a la semana, luego, cada dos, una vez al mes; y de pronto, dejaron de darse. Estaba tan enfrascado en mi trabajo que más de una vez le pedí que me dejara solo. Me arrepentiría, muy pronto.

Pasó un año y salí en una prestigiosa revista de negocios. Hablaban maravillas de mí y mis dotes empresariales. Me convertí en una celebridad, y todo el asunto me divertía. Me di cuenta que no solo tenía dinero, también, tenía poder. Podía hacer y deshacer como me viniera en gana, porque además, ya no había nadie que me detuviera. Bueno, eso no era del todo verdad, mi freno era el capitán. Por ejemplo, si quería fabricar un arma súper asesina, él hacía que bajara mis pretensiones, y también, me hacía reflexionar acerca de ello.

Hasta aquí, debo decir que mis sentimientos por él se mantenían tal cual. Me sabía enamorado de él, pero incapacitado para expresarlo y menos aún, para vivirlo. Y así, los años pasaron.

***

Bien dicen que el destino cuando te golpea lo hace dos veces. Recibí la sexta llamada una mañana de verano, que, sin embargo, fue más fría que cualquiera en invierno. Había dormido con una chica y contesté rápidamente para que ésta no despertara, me levanté de la cama y como pude me puse los calzoncillos. Pero no me dieron tiempo de salir ni al balcón, me soltaron la noticia y sentí que caía sobre mí una cubeta de agua helada.

—Hemos perdido al capitán—dijo esa voz que para mí no tenía dueño, era la voz de lo terrible, de lo impredecible, venía de ultratumba; era la voz de la misma muerte

—¿Qué?—atiné a decir y las palabras se repitieron.

Una misión, me explicaron, que había salido mal. La confusión y caos que se generó durante ésta hizo que perdieran comunicación con él por varias horas, y cuando lograron hacer contacto, volvieron a perderlo. Sin embargo, el reporte que dieron, y que yo nunca acepté, fue que había muerto en una explosión. Me habían llamado porque antes de perder la comunicación con él, éste había dicho mi nombre.

Mi primera reacción fue el enojo, luego, la tristeza y después, de nuevo, el enojo. Recuerdo haber comenzado a destruir todas las cosas que tenía a la mano; la chica que me había acompañado la noche anterior salió corriendo del miedo que le provoque. Lloré cuando me quedé sin energía, sentado como un niño perdido en el suelo de mi habitación. Lloré hasta quedarme seco y la culpa me golpeó el pecho mientras yacía sobre la alfombra, pensando que tal vez, también, debería irme.

El día anterior, hubo una fiesta. Me embriagué, aposté en el póker y me ligue a un par de chicas. Eso, en resumen. Pero hubo algo más, el capitán había aparecido en medio de la fiesta, mientras yo coqueteaba abiertamente con una rubia. Me dijo que tenía algo que decirme, no lo deje hablar. Reí, y comenté lo raro que era verlo en esas fiestas, él no solía ir.

—¡Vamos por unos tragos, cap!—dije con ánimo fiestero.

—No, Tony, tengo que hablar contigo.

—¿De qué?—me tambaleé hasta la barra y pedí un Martini para variar mi dieta, hasta ese momento de whisky.

Él me siguió y se acodó en la barra conmigo, pero no pidió nada de beber, a pesar de que yo insistí.

—Me iré a una misión en un par de horas.

—¡Qué bien!—dije y le di un trago a mi copa.

—...—él frunció el ceño, y suspiró—Creo que no es el momento para hablar contigo.

—¡Vamos, cap! ¡Soy todo oídos!

Pero él no quiso decírmelo. Al final, sólo me abrazó y me pidió con una voz muy vehemente, que por favor, que por el amor de Dios, me cuidara y portara bien.

Se fue. Creo que él presentía que no volvería. Y saber que no lo escuché, que lo deje partir, me rompía el alma en pedazos. Si tan sólo hubiera escuchado, no habría tenido la duda que comenzó carcomer mi cerebro desde ese momento.

Esa etapa de mi vida, la he llamado "la etapa oscura". Me di a la fiesta y al alcohol (bebía más de lo que podía orinar). Pepper, mi amiga y asistente, temió muchas veces que sufriera una congestión alcohólica. Nunca me pasó, pero me balanceé muy precariamente en la línea. El que él no estuviera, por alguna razón, me era más doloroso e imposible de superar que la muerte de mis padres. Quería estar con él, quería retroceder el tiempo y decirle que lo quería. Pero ya no era posible. La impotencia y el dolor, eran un laberinto del que no podía salir. Estaba atrapado, y me consumía día a día.

Yo era un árbol en pie, pero pudriéndome por dentro.

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SempiternoWhere stories live. Discover now