Sobriedad [Kunikida x Chuuya]

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A través de la bruma del alcohol que le nublaba la consciencia, y que retrasaba el despertar por completo, acentuado por la falta de las gafas; alcanzó a distinguir una imagen que le calentó el alma: la espalda desnuda de una mujer saliendo de la cama compartida tras las copas.

La menuda dama, el cabello fuego rozando la base del cuello al vaivén de sus estrechas caderas, se dirigió al baño, cubierta de manchas rojizas. Marcas que reconocía como suyas, no porque recordara el proceso de creación, sino porque todavía sentía en sus labios la tersa y cálida piel en que las produjo.

Escuchó el grifo de la regadera abrirse. El agua corrió, inundando la habitación con el sonido de su chapoteo.

Hinchado de una satisfacción inusual, fijó la vista en la lampara del techo, encajando las piezas en su sitio de cómo después del sexo con una virtual desconocida, se sentía tan ligero y feliz.

La noche anterior su intención fue desahogar la frustración y estrés derivados de las insensateces de su compañero en la agencia, el desperdicio de vendas cuyo objetivo de vida parecía ser sacarlo de casillas y matarlo de coraje, con un par de tragos. Bebió, y a punto de irse, alguien se acercó y le dijo algo. La voz se distorsionaba por la borrachera, y si bien no le venía a la memoria la plática desprendida del saludo inicial, entendía lo importante: en la conversación encontró a la mujer de sus sueños, su alma gemela.

Pequeña y hermosa, cumplía con el 90% de sus exigencias, añadido el plus maravilloso de coincidir en un tema sorprendente: ¡ambos detestaban a Dazai!

Bella, inteligente, divertida, amable, con un gusto de más por el vino (el único punto que no cumplía de sus 58 requisitos de compañera ideal). Maravillosa en el sexo, capaz de encender su pasión a un límite que no cruzó nunca con nadie, de ser, de disfrutar, de morder, de besar, de acariciar, sin preguntas, sin inhibiciones.

La sensación de gozo que trascendía lo carnal yendo a la complementariedad, le dibujó una sonrisa. Por 56 puntos de sus ideales podría ignorar los otros dos... pese a que no conseguía quitarse de encima la sensación de que la número 58 —que no recordaba cual era— importaba mucho.

¿Era casada?, esperaba que no, mas no tenía problemas en tanto hubiera un compromiso real de por medio y un divorcio.

¿Tal vez era fea?, no lo creía, y si lo fuera se trataba de un detalle mínimo, siendo que la belleza externa es efímera.

¿Qué era?, se preguntaba insistente mientras se levantaba y salía de la cama en busca de sus calzoncillos.

En lo que su anhelada compañera se bañaba, pensó pedir servicio al cuarto. Estaba seguro de que a ella no le resultaría problemático un desayuno de cierre a la velada. Tenía la sospecha que no era del tipo que se quedaba a dormir con una conquista de una noche.

Así pues, entre la duda y la planeación, entre el ideal y una manchita de imperfección, fue recogiendo su ropa camino al teléfono al lado contrario de la cama. Hizo el rodeo. Pateó un zapato. Vaya desastre, se dijo divertido y en parte como regaño por su nivel de descuido, e intentó calzarse.

El zapato le vino chico.

Apretó el ceño. ¿Se hinchó su pie?, no lo creía posible.

Las gafas. Necesitaba las gafas. Llegó al teléfono en la mesa de noche. Al costado encontró lo que buscaba. Se las colocó. En un segundo la duda se resolvió con el ajuste de la escena. La machita en la perfección se tornó un agujero negro.

En suelo se hallaba un torero negro, un chaleco gris, camisa blanca, pantalones rectos. El zapato que sostenía, aunque masculino, no era suyo.

Confirmando la razón del pánico creciente, Nakahara Chuuya salió del baño, una toalla alrededor de su cintura y el cuerpo cubierto de marcas. Las marcas de Kunikida Doppo.

Ahora se acordaba. La noche anterior se encontró por casualidad con el excompañero de Dazai, y en esa convivencia amistosa que sostuvieron, conforme la conversación fluía más allá del desperdicio de vendas, Kunikida cayó en cuenta de que Nakahara cumplía cada punto dentro de su ideal de pareja. Cada punto, excepto por el alcohol... y que era hombre.

Sin embargo, bajo los influjos del coctel de bebidas del que fue participe, si dos puntos significaban poco a su consideración general, el hecho de que uno fuera el género pareció importar menos. Y ahí, de pie ante el hombre que volvía a encenderle la piel y el pulso con su sola presencia, quedaba la pregunta a la luz de la sobriedad: ¿seguiría no importando?

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